martes, 11 de septiembre de 2007

"Celda de hierros y neones" por Laura Alzubide


Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire».
MARSHALL BERMAN
Todo lo sólido se desvanece en el aire


La trasformación urbana es un fenómeno histórico relativamente reciente. Se produce durante el siglo XIX, un siglo que observa imperturbable el desarrollo de la técnica y el avance de las disciplinas científicas, pero no tanto los radicales cambios de su decorado físico.
La planificación de las ciudades había estado ausente hasta entonces. Durante el Renacimiento, la arquitectura estaba fundada bajo las leyes de la geometría y de la proporción. En la sociedad estamental, el énfasis recayó en la impresión de monumentalidad y poder de los palacios, las iglesias y los jardines. Sin embargo, la sociedad preindustrial cambiaba gradualmente bajo fuerzas demográficas y económicas que la desbordaban. La transformación era invisible para los contemporáneos, aunque produjo respuestas que modificaron el orden espacial y social de la ciudad. Y el hombre finisecular ya no transitaba por ella con la misma comodidad.
¿Cómo se había configurado la nueva ciudad, que es la ciudad por la que paseamos hoy? Más allá de las pretensiones urbanísticas se disimulaba una voluntad política, incluso imperial. En lugar de la idea de que la planificación urbana debe encauzarse dentro de los parámetros de orden y claridad (cuya base se encuentra en las ideas mecánicas de producción), la ciudad se concibe como un orden social de piezas dentro de una forma coherente completamente controlable. El ejemplo más significativo lo encontramos en el París de las décadas de 1850 y 1860: el barón Eugène Haussmann destruye las intrincadas callejuelas de la vieja ciudad y las sustituye por predecibles bulevares. De este modo, Napoleón III lograba garantizar el orden público, dificultando las revueltas populares tan frecuentes por aquel entonces.
El diseño urbano del siglo XIX había facilitado el movimiento individual, aunque no el colectivo. Se libera el espacio y así es más fácil controlar la agitación de las masas, pero, como afirma Sennett, con una pretensión diferente a la de los urbanistas en los que se inspiraba:
El diseño urbano del siglo XIX facilitó el movimiento de un gran número de individuos en la ciudad y dificultó el movimiento de grupos, los amenazadores grupos que aparecieron en la Revolución Francesa. Los planificadores urbanos del siglo XIX se basaron en sus predecesores ilustrados, que concibieron la ciudad como arterias y venas en movimiento, pero dieron un nuevo uso a estas imágenes. El urbanista de la Ilustración había imaginado individuos estimulados por el movimiento de la muchedumbre de la ciudad. El urbanista del siglo XIX imaginó individuos protegidos por el movimiento de la muchedumbre.2
Los bulevares permiten que el tráfico se extienda por la ciudad; se oxigena la marea humana, se derriban los barrios miserables y se da empleo a miles de trabajadores en las obras de la reforma. Comercios, mercados, puentes, alcantarillado, parques... son el atrezzo de este nuevo decorado. Ahora el individuo, protegido por el movimiento de la muchedumbre, se ve abocado a una realidad nueva. Una realidad que ya es un modelo por imitar en muchas otras ciudades y que se extiende como un patrón irrevocable alrededor el mundo.
El incremento de la población trae otras consecuencias: miles, millones de seres se ven obligados a convivir en un perímetro determinado. Ahora la aglomeración forma parte del paisaje, como los comercios, mercados y parques. Tres millones y medio de personas se amontonan en el Londres de Engels, donde «el hormigueo de las calles tiene algo de repugnante, algo en contra de lo cual se indigna la naturaleza humana». No obstante, lo que más llama la atención al paseante es que «la indiferencia brutal, el aislamiento insensible de cada uno en sus intereses privados, resaltan aún más repelente, hirientemente, cuanto que todos se aprietan en un pequeño espacio».3
Se pueden recorrer calles enteras sin llegar a su fin, pero el hormigueo de la gente, que antes había sido estimulante, produce una nueva sensación: la multitud está reprimida, está vacía de significado. Ha aparecido un nuevo ente social: la masa. Y el paseante no podrá permanecer indiferente ante ella.
Los nuevos individuos se sienten ajenos a los destinos de los demás. En realidad, esta indiferencia y deshumanización encubre la crisis de la antigua concepción del ser humano: la masa devora al hombre y lo destina a una soledad prácticamente definitiva, lo que resulta paradójico, pues es casi imposible permanecer fuera de la multitud.
La aparición de la masa ha traído otras consecuencias: la organización funcional de las avenidas, de los bulevares parisinos, ha desalojado al individuo en beneficio de la ciudad. Es una realidad que se trasciende a sí misma, el nuevo héroe de la modernidad. Desplaza al paseante, que solo es testigo de las transformaciones y convulsiones urbanas, porque
[…] la organización funcionalista, al privilegiar el progreso (el tiempo), hace olvidar su condición de posibilidad, el espacio mismo, que se vuelve lo impensado de una tecnología científica y política. Así funciona la Ciudad-concepto, lugar de transformaciones y de apropiaciones, objeto de intervenciones pero sujeto sin cesar enriquecido con nuevos atributos: es al mismo tiempo la maquinaria y el héroe de la modernidad.4
Ahora la ciudad puede ser no solo un escenario o un referente temático. Es la protagonista de ensayos, novelas, películas. Resume la experiencia del paseante, la experiencia de la modernidad. Y especialmente mediante el cine, que desde sus inicios muestra una evidente fascinación por el fenómeno urbano. Los tempranos documentos de Lumière, a finales del siglo XIX, anhelaban eternizar las escenas cotidianas en una ciudad que hervía: la llegada del tren a la estación, la salida de los obreros de la fábrica.
Además, la ciudad, como el cine, representa una realidad donde la percepción es el principio de todas las cosas. Donde el paseante, como el espectador, se ve abocado a una vorágine de percepciones a las que, en el fondo, está sometido.
* * *
Charles Baudelaire, en El pintor de la vida moderna, definía la modernidad como «lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable».5 Cuando Baudelaire escribía esto, Haussmann ya había abierto sobre la capital histórica de París unas avenidas de longitud infinita que hacían visible la ciudad en todas sus partes, una trama sin secretos en la que no se podían ocultar asaltantes ni revolucionarios. Sin embargo, esta reforma entrañaba una contradicción: para el insignificante paseante se hacía imposible captar esa realidad por entero, que solo es perceptible por fragmentos a menudo imposibles de superponer. La suma de las partes no da el todo, y la experiencia efímera y contingente de la realidad es la única posibilidad que tiene el viandante para apresarla: la experiencia de la modernidad.
La metrópolis, productora de esta experiencia, exige que se revele su lenguaje secreto. Más allá de cualquier explicación histórica, arquitectónica o sociológica, como las que se han sugerido en los párrafos precedentes, el paseante se ofrece a su vorágine con la pretensión de entender lo que lo rodea. Algo desorientado debe de estar el individuo ante el frenesí urbano, ante lo efímero y lo contingente que caracterizan la modernidad. La cantidad de estímulos que se le ofrecen excede su capacidad de asimilar lo que observa a su alrededor, aunque algunos de los viandantes puedan apreciarlo en su justa medida, puesto que solo quien ha deambulado con oportuna insistencia por las calles de la ciudad puede adivinar el lenguaje invisible de esta.
Walter Benjamin, en su monumental La obra de los pasajes, escribía un apasionado homenaje a la vida urbana, un homenaje propio del paseante absorto en captar las impresiones urbanas. También tantea este tema en su ensayo sobre Baudelaire:6 en la vorágine del tráfico de la ciudad, el individuo está condicionado por una serie de shocks y colisiones. El «disparo» del fotógrafo, el teléfono moderno (con la experiencia táctil que conlleva), los anuncios del periódico, las señales luminosas, obligan a los transeúntes a dirigir su mirada para orientarse. La sintaxis de la ciudad, que el viandante debe saber interpretar, se rige bajo las leyes de la percepción.
Fascinado por la geometría implacable de las nuevas calles tras las reformas urbanísticas del siglo XIX (ya sea el París de Haussmann, sus imitaciones europeas o metrópolis americanas como Nueva York), el paseante recibe la colisión de un imaginario físico totalmente nuevo. Los iconos visuales son el cuerpo en el que se lee el alma de la ciudad, desalmada, avasalladora, engañosa. Porque, pese a que ante el geométrico orden de las calles no es posible dudar, el caminante cuestiona el misterioso destino al que se ve confinado, más allá de la par o impar numeración que se ofrece ante su mirada.
El hombre no se puede desprender de lo que lo envuelve. Y necesita leer, revelar la vorágine de percepciones que suscita la vida urbana. Su mirada anhela apresar (y entender) la celda de hierros y neones que es la ciudad moderna, pero es incapaz de orientarse en un mundo donde todo lo sólido se desvanece en el aire...
¿Es posible, ante la futilidad de este acto, descifrar la cadena de shocks y colisiones que aparecen y se esfuman ante sus ojos, luces de neón que titilan ante la mirada del viandante? La respuesta es equívoca, y los anuncios luminosos se oponen a la idea de que el lenguaje siempre debe ofrecer claridad: la refulgencia desaparece cuando el paseante, ahora poeta de la modernidad, intuye lo que hay detrás de los destellos y anhela borrar esta civilización mecánica y superficial para volver a algo más consistente y eterno (el alba, la literatura, las constelaciones). Algo perdido, se entrega al torbellino de impresiones como único y definitivo recurso. Como quien escucha una lengua que no domina. Así también lo entendía Saint-Preux, el protagonista de La nueva Eloísa (1761) de Rousseau (temprano precursor de la modernidad), cuando describía a su amada la vida metropolitana:
Estoy comenzando a sentir la embriaguez en que te sumerge esta vida agitada y tumultuosa. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos, me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco.7
La vida del urbansta es la vida del paseante, del flâneur baudeleriano. Más allá de lo místico, el itinerario urbano se convierte en una droga, una necesidad. Así se lee en el relato de Edgar Allan Poe «El hombre de la multitud» y en los poemas de Baudelaire. Poe observa imperturbable este fenómeno e identifica con cierto tono apocalíptico el destino del individuo: el hombre de la multitud no puede sobrevivir lejos de la masa, y la busca para recuperar ficticiamente su aniquilada identidad. Baudelaire da un paso más: la masa se sitúa como un velo ante el flâneur, borra toda pretensión de lo individual y se convierte en la droga del hombre moderno. De esta manera, el destino del flâneur es recibir una suerte de asilo en la celda de hierros y neones que es la ciudad.
La relación del flâneur con el entorno es escurridiza. Cada estímulo posee el sello de lo efímero, como las relaciones que se establecen. Y, así, la máxima aspiración del poeta es dedicar su amor a una paseante con la que cruza, de pronto, una breve aunque intensa mirada. Una mirada, en fin, fugitiva y contingente, pero en la que se atisba lo eterno y lo inmutable, la otra mitad del arte:


La calle atronadora aullaba en torno mío.
Alta, esbelta, enlutada, con un dolor de
/reina
una dama pasó, que con gesto fastuoso
recogía oscilantes, las vueltas de sus
/velos,
agilísima y noble, con dos piernas
/marmóreas.

De súbito bebí, con crispación de loco.
Y en su mirada lívida, centro de mil
/tornados,
el placer que aniquila, la miel paralizante.

Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
cuya mirada me hizo, de un golpe,
/renacer.

¿Salvo en la eternidad, no he de verte
/jamás?

¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste,
/ni sospechas mi ruta,

¡Tú a quien hubiese amado! ¡Oh tú, que lo
/supiste!8



El flâneur, fascinado por los estímulos que le son dados (la cadena de shocks y colisiones), se entrega a ellos. Debe «volverse como un paralítico», debe mirar constantemente sin ser interpelado ni advertido por aquellos a quienes observa.9 Como la obsesión del voyeur, la del paseante, la del flâneur, es desentrañar con una ansiedad casi enfermiza (de ahí la referencia inevitable a Baudelaire) el secreto de lo que mira, encontrar una lógica entre lo que ve y la Historia.
Pero, aunque el flâneur, si quiere ejercer como tal, debe volverse voyeur, la actividad del que observa tampoco es ajena a la del detective: esta es la actitud que se desprende del narrador de «El hombre de la multitud», de Edgar Allan Poe. El protagonista es un minucioso observador y debe percibir todos los detalles de la marea humana que se desborda ante sus ojos, hasta desentrañar la enigmática ambición del hombre de la multitud:
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.10
Tan elocuentemente descrita por la mirada del protagonista de Poe, sin lugar a dudas otro Arsenio Dupin, la lógica del detective llega más allá de la interpretación literal. Y así el lector avezado descubre una nueva cualidad en el flâneur. A la del voyeur, a la del detective, se le suma la función que debe ejercer el poeta: traducir, encontrar una lógica y un sentido entre los estímulos y la realidad circundante, pero también dotarla de una fascinación y una trascendencia en la que en un principio no cabía pensar. Aunque sea imaginada, porque no es posible desentrañar totalmente la lógica urbana.
No se podrá despojar la literatura del siglo XX de este personaje que atraviesa la obra del más ilustre poeta francés y llega a los albores de nuestro siglo. Hay algunos que permanecen indelebles en la memoria de los lectores, otros poetas de lo cotidiano: Leopold Bloom (Ulises [1922], de James Joyce), Franz Biberkopf (Berlin Alexanderplatz [1929], de Alfred Döblin) y la mayoría de personajes que desfilan en las novelas que se ubican en la ciudad. Aunque, en realidad, como advertirá el lector de los homenajes urbanos, estos personajes ceden galantemente el protagonismo al verdadero eje de estas obras: la ciudad misma, objeto, tema y héroe de la modernidad.
La ciudad es el protagonista absoluto de Manhattan Transfer (1925), de John Dos Passos. Utilizando algunos recursos del género cinematográfico, el narrador ofrece a modo de mosaico la vida de unos protagonistas que son anónimos integrantes de la cuadrícula urbana, meros títeres que sucumben ante los vapuleos de la vida en Nueva York. Aquí la metrópolis, como en la novela de Döblin, es un omnipresente devorador de esperanzas que se opone al optimismo urbano que en esos momentos despliegan las vanguardias. Un optimismo que la propia evolución tecnológica no tardará en convertir en algo perverso cuando las máquinas invadan no solo el espacio humano, sino también los atributos antes exclusivamente humanos.
* * *
Con el asomo de la modernidad, y la consecuente aparición de las vanguardias, el símbolo de la creatividad humana no es ya el arte o la filosofía, sino la ingeniería. En pocos años un referente pictórico como «Lluvia, niebla, velocidad» (1844), de Turner, cuya imagen funde naturaleza e industria, queda definitivamente desplazado por un edificio que se construye durante la Exposición Universal de Londres (1864): el Palacio de Cristal, la obsesión del hombre moderno que tan acertadamente señala Dostoievski en sus Memorias del subsuelo, una novela corta publicada precisamente en ese año. La imagen del Palacio de Cristal plasma gráficamente los mayores logros de la inteligencia humana, la perfección científica y tecnológica. La técnica ha acercado al hombre a lo divino, al génesis creador. Y la ciudad representa, con sus enormes palacios de cristal como iconos (la Torre Eiffel, el ahora desaparecido World Trade Center), el afán de trascendencia del hombre.
El símbolo del Palacio de Cristal se vuelve un ejemplo más certero y sintomático de lo urbano, mucho más que los versos acerca de los motores y la velocidad que exhibe el futurismo. El futurismo representa la elevación estética de lo que acompaña a lo urbano (la ciencia, la tecnología), pero de él no se extrae un tema que lo trascienda. Todavía existe cierto optimismo en lo que respecta a lo urbano. No es casual que la arquitectura moderna se erija sobre fundamentos tecnológicos, donde el edificio inteligente sería el sueño futurista hecho vivienda.
Esta elevación estética deriva en moral a medida que avanza la revolución tecnológica: parece que el sentimiento humano se está muriendo y que así las máquinas devienen en seres vivos. El edificio inteligente toma matices perversos porque en el mundo moderno, en el que ahora vivimos, las máquinas juegan un papel fundamental y son capaces de tomar decisiones que antes solo correspondían a los hombres. Y, lo que es más inquietante, también logran proporcionar placer.
En este sentido, J. G. Ballard, uno de los autores de ciencia-ficción más originales, escribió Crash (1973) como un homenaje a la perversión tecnológica. Esta novela, concebida en los años setenta, incide en la obsesión por los accidentes de automóvil. El tablero de mandos, el volante, el freno de mano, se convierten en fetiches, en un objeto de deseo sadomasoquista. Aquí el orgasmo únicamente es posible mediante el accidente, fusión de la carne y el automóvil en una herida mortal. Heridas que se erigen como «las claves de una nueva sexualidad, nacida de una tecnología perversa»,11 en un icono mucho más sórdido de lo que habían imaginado los vanguardistas.
La ciudad es cada vez más el escenario de las miserias y las perversiones humanas. Incluso un arte íntimamente ligado a ella, como el cine, esgrime esta crítica. De este modo, sea cual sea el escenario urbano, el resultado es una sensación de déjà vu de que vivimos en un mundo moribundo, a veces simbolizado por el humo que brota de las fábricas o de los automóviles, el anónimo estruendo que expande el frenesí callejero, la irremediable soledad de quien fluye entre la multitud.
La paradoja reside en que las grandes avenidas de Haussmann, que habían sido diseñadas para «limpiar» la ciudad, son hoy el símbolo de una degradación universal: la que evoca hoy cualquier paseo urbano.



NOTAS
1 Catalana radicada en Lima. Siguió estudios de literatura en su
ciudad natal.
2 Sennett, Richard. Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la
civilización occidental. Madrid: Alianza, 1997, p. 346.
3 Citado en Walter Benjamin, Iluminaciones II. Poesía y
capitalismo. Madrid: Taurus, 1999, pp. 73-74.
4 De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. México:
Universidad Iberoamericana, 1996, p. 107.
5 Baudelaire, Charles. El pintor de la vida moderna. Bogotá: El
Áncora editores, 1995, p. 44
6 Benjamin, Walter. «Sobre algunos temas en Baudelaire». En
Iluminaciones II. Poesía y capitalismo, ob. cit., pp. 121-170.
7 Citado en Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el
aire. México: Siglo XXI, 1998, p. 4.
8 Baudelaire, Charles. «A una paseante». En Las flores del mal
(trad. de Antonio Martínez Sarrión). Madrid: Alianza, 2000, p.
138.
9 Sennett, Richard. El declive del hombre público. Barcelona:
Península, 1974, p. 265.
10 Poe, Edgar Allan. «El hombre de la multitud». En Cuentos/I.
Madrid: Alianza, 1975, p. 247.
11 Ballard, J. G. Crash. Buenos Aires: Minotauro, 1984, p. 22.

No hay comentarios: