miércoles, 12 de septiembre de 2007

Entrevista a Ernesto Laclau: "Análisis político del discurso"


¿Por qué lo político requiere una concepción ampliada de lo discursivo como campo ontológico de constitución?

Permíteme aclararte, en primer lugar, un par de puntos acerca del estatus de la categoría de “discurso” en nuestro enfoque. En primer término, por discurso no entendemos sólo el lenguaje, escrito o hablado, sino toda acción portadora de sentido. Esto hace que lo discursivo se yuxtaponga pura y simplemente con lo social. Nuestro enfoque es, en tal sentido, cercano a la noción de “juegos de lenguaje” en Wittgenstein, que incluyen las palabras y las acciones con que las palabras están articuladas. En segundo lugar, los juegos de lenguaje (lo discursivo, en nuestros términos) no son totalidades autosuficientes sino que están constantemente contaminadas por su interacción con otros juegos. Esto significa que toda instancia discursiva se constituye siempre a través de desplazamientos tropológicos.

Respecto de lo político, nuestra posición es que lo político es el momento de institución de lo social, tiene el estatus, si quieres ponerlo en esos términos de una ontología de lo social. Esta institución no es, sin embargo, un comienzo absoluto, como las teorías contractualistas lo pensaron; tiene lugar siempre a través de una rearticulación de prácticas sedimentadas. Es, en tal sentido, una institución hegemónica, no fundante. Si esto es así, el momento hegemónico de institución será un momento de desplazamiento, no de una creatio ex nihilo. Lo nuevo está presente, sin duda, en todo desplazamiento, pero se tratará de una novedad tropológica retórica, por tanto-, no de un comienzo radical. Pero si el momento político de la institución requiere movimientos retóricos y éstos presuponen el discurso como terreno de operación, está claro que el campo de lo discursivo (en el sentido en que entendemos a este último) es un requisito indispensable para entender lo político.

¿Cuáles son las raíces filosóficas de la noción de “discurso” que ustedes emplean?

De un modo general podríamos decir, como lo he sostenido en otros trabajos, que la historia intelectual del siglo XX se inició con tres ilusiones de inmediatez de acceso “a las cosas mismas”. Esas tres ilusiones fueron el referente, el fenómeno y el signo, y ellas dieron lugar a la filosofia analítica, a la fenomenología y al estructuralismo, respectivamente. Pues bien, la historia de estas tres corrientes es bastante similar: en cierto momento, la ilusión de acceso a lo inmediato se disuelve y la salida de esa crisis teórica es la afirmación de una u otra forma de mediación discursiva. Es lo que ocurre, en el campo de la filosofia analítica, con las Investigaciones filosoficas de Wittgenstein, en el campo de la fenomenología, con la analítica existencial de Heidegger, y en el campo del estructuralismo con la crítica postestructuralista del signo. En otro orden de cosas, podría decirse que una transición comparable tiene lugar en la epistemología en el movimiento que lleva del empirismo lógico a Popper, primero, y a Kuhn y Feyerabend más tarde, y en el campo del marxismo con la emergencia del proyecto gramsciano. Pues bien, nuestra nocion de “discurso” se ha alimentado de estas varias tradiciones intelectuales, pero la que ha sido más decisiva en la formación de nuestras categorías ha sido la tradición posestructuralista. En autores tales como Barthes, Lacan y Derrida hay una crítica de la noción saussureana de la correspondencia uno a uno entre significante y significado que ha sido el terreno dentro del cual emergió nuestra perspectiva teórica. La categoría central de nuestro análisis político es la categoría de “hegemonía”, y la lógica en torno a la cual esta categoría se estructura esta dada por la noción de “significante vacío”, es decir, de una particularidad que asume la representación de una universalidad con la que es estrictamente inconmensurable. Esto supone lo que hemos denominado lógicas equivalenciales, que suponen la subversión de la relación significante/significado (la barra que une y a la vez separa a ambos, lo cual, en la terminologia lacaniana, obstaculiza y hace a la vez posible el proceso de significación).

¿Qué aspectos del análisis del discurso -concebido en un sentido más operacional- han sido especialmente importantes en el desarrollo de su enfoque?

Varios. Podría mencionar a la teoría de los performativos y, en un sentido más general, de los actos de lenguaje, a varios aspectos de la articulación entre las dimensiones paradigmática y sintagmática de la lengua -que se vincula estrechamente a la dimensión que hemos establecido entre lógica de la equivalencia y lógica de la diferencia- y a varios aspectos de la semiología. Hay, sin embargo, un enfoque que ha sido crecientemente importante en mi obra reciente y es el análisis retórico. Como tú sabes, la retórica ha sido importante en varios autores contemporáneos de cuya obra me siento cercano -por ejemplo, Derrida, Gérard Genette o Paul de Man. En el caso de estos dos últimos ha habido un privilegio estructural acordado a la metonimia sobre la metáfora (y, en de Man, una crítica a la centralidad del símbolo en la tradición romántica). Y Derrida ha explorado las potencialidades de la catacresis para el análisis teórico-lingüístico. Pues bien, ambos énfasis coinciden con aspectos muy centrales a mi enfoque. En Hegemonía y estrategia socialista, por ejemplo, hemos afirmado que la hegemonía es esencialmente metonímica, en la medida en que la articulación hegemónica supone relaciones contingentes de contigüidad que no se fundan en ninguna analogía esencial. Claro está que toda metonimia contingente intenta, en el caso de la relación hegemónica, hacer ese lazo lo más estable posible -tiende, en tal medida, a esencializarlo- y así lo que inicialmente fue una metonimia tiende a tornarse una metáfora. Pero, en todo caso, esa instancia metonímica inicial es crucial para poder describir una relación como hegemónica. En lo que se refiere a la catacresis, su rasgo distintivo es que es un término figural al cual no corresponde ninguno concebible en términos de literalidad (hablar, por ejemplo, de las “alas de un edificio” implica un desplazamiento retórico, pero no hay ningún término literal que pudiera reemplazarlo). Por eso he sostenido, siguiendo en parte a toda una corriente de la retórica moderna, que la catacresis no es, estrictamente hablando, una figura retórica específica ya que podemos hablar (tal como Fontanier lo hace) de catacresis de metáfora, de metonimia, de sinécdoque, etc. Esto es muy importante en mi análisis por cuanto, si se pone -como creo que hay que hacerlo- en cuestión la distinción entre lo literal y lo figural, la catacresis pasa a ser una dimensión constitutiva de todo lenguaje. Esto significa, volviendo al análisis político, que toda relación social es, en la última instancia, hegemónica. De un modo más general, creo que la retórica va a ser una disciplina decisiva en la reconstitución de las ciencias sociales en la medida en que éstas abandonen cada vez más -como ya lo están haciendo- su dependencia de las distintas variantes de un paradigma substancialista. Si esto no es aún enteramente visible hoy en día, es por la persistencia de un prejuicio -anclado en la ontología clásica- según el cual la retórica afecta tan sólo la superficie del lenguaje, que es tan sólo el “adorno” de una realidad que se constituye al margen de lo figural. Pero si lo figural, por el contrario, es considerado como constitutivo de lo discursivo, y el discurso es visto como el terreno mismo de constitución de lo social, ya no es posible marginalizar a la retórica del modo que se lo ha hecho hasta el presente.

Volvamos por un momento a tu noción de la realidad social como discursiva. ¿Cómo se relaciona este enfoque con la idea derridiana de que no hay nada fuera del texto? ¿Y qué relación mantiene ello con la afirmación -que se encuentra en sus trabajos- de que la sociedad no existe?

Yo no tengo ningún desacuerdo con la noción derridiana de que no hay hors texte. Esto coincide, aproximadamente, con mi noción de discurso a la que tú haces referencia. Lo único que añadiría es que los discursos no son espacios saturados, es decir, que están penetrados por límites, por aporías, que no son representables dentro de su espacio simbólico. La distinción lacaniana entre lo “simbólico” y lo “real” es claramente pertinente a este respecto. Lo real implica un límite a la representación, límite que, sin embargo, requiere ser representado, pero sólo consigue hacerlo -dado que no hay un objeto positivo que pudiera manifestarse de un modo directo a través del lenguaje- a través de la distorsión de los medios de representación. Con esto estamos nuevamente en el campo de lo figural, de lo retórico, al que nos refiriéramos antes. Creo que esto también aclara en qué sentido la sociedad no existe: puesto que los límites de la representación -que son también los límites de la estructuración de lo social- son constitutivos, no hay un objeto -sociedad- que pueda ser aprehendido de modo inequívoco. Hay sólo lógicas estructurantes y desestructurantes que se subvierten mutuamente y que no confluyen en ningún punto de articulación que pudiera hacerlos acceder a la positividad de un objeto. En lo que se refiere a esta cuestión de los límites de la representación -y, por lo tanto, de la objetividad de lo social- mi posición ha variado en los últimos años. En Hegemonía y estrategia socialista identificamos este punto de subversión constitutiva de lo social con la noción de antagonismo: los antagonismos sociales no serían relaciones objetivas sino relaciones en las que se mostrarían los límites de toda objetividad. Es por eso que nuestro análisis tuvo gran éxito en los círculos lacanianos: ellos vieron en nuestra categoría de antagonismo una especie de redescubrimiento de la noción lacaniana de lo real. Si bien no estoy enteramente en desacuerdo con esta lectura, en años recientes me ha parecido un poco limitada: ya no veo el antagonismo social como al límite constitutivo de lo social sino como a un intento de dominar discursivamente ese límite. Construir a alguien como a un enemigo es, de alguna manera simbolizarlo; puede ser visto como un intento de lo simbólico de domesticar a lo social. Por eso en mis trabajos más recientes he intentado referir la idea de un límite constitutivo de lo social a la noción de dislocación, respecto a la cual el antagonismo sería simplemente una estrategia de control discursivo.

¿Cuál sería la relación entre su teoría de la hegemonía y el campo de los estudios culturales, que se han expandido tanto en el mundo anglosajón en los últimos treinta años?

Digamos, en primer término, que se trata de desarrollos paralelos sin que exista ningún tipo de filiación específica. Los estudios culturales, tal como se iniciaron en la tradición liderada por Stuart Hall, y continuada por estudiosos como Larry Grossberg, comparten con mi enfoque ciertos puntos comunes -tales las referencias a Althusser y a Gramsci. Ellos han sido indudablemente influidos por mis trabajos -desde la publicación, en 1977, de Política e ideología en la teoría marxista- y yo a mi vez he encontrado en sus análisis históricos y sociales una rica fuente de inspiración empírica. Pero está lejos de tratarse de una tradición unificada. La teoría del discurso tal como la hemos desarrollado en nuestros trabajos es ajena a la corriente de los estudios culturales, que nunca la ha aceptado enteramente -si bien las diferencias se han ido reduciendo a este respecto, con el paso del tiempo. Por otro lado, la referencia psicoanalítica, que es fundamental en mis trabajos, está totalmente ausente en la obra de Hall y sus discípulos. El punto en que las convergencias y los entrecruzamientos han sido particularmente importantes y fructíferos es en el análisis político. Los estudios de Hall sobre el thatcherismo, por ejemplo, son de una gran importancia y mis desacuerdos con ellos son prácticamente inexistentes.

Pasando, entonces, al campo político: ¿cómo ve todo el movimiento contemporáneo de constituir políticas identitarias a partir de la fragmentación multicultural?

Mi posición al respecto es un tanto ambivalente. Por un lado, todo mi enfoque va en la dirección de ver en la fragmentación multicultural un avance respecto de los sujetos homogéneos, clasistas, con los que operaba la izquierda clásica. A partir de Hegemonía y estrategia socialista hemos insistido en que hay una pluralidad de posiciones de sujeto -raciales, sexuales, institucionales, etc.- que son la sede de una pluralidad de antagonismos y, por consiguiente, de otras tantas reivindicaciones. La construcción de una hegemonía democrática debe ser concebida, en nuestra opinión, a partir de la construcción de cadenas de equivalencia entre esta pluralidad de reivindicaciones. En tal sentido, hay en nuestra perspectiva el reconocimiento de una heterogeneidad constitutiva de los sujetos políticos que es inasimilable a la noción de sujeto emancipatorio del marxismo, que era el resultado de una proletarización derivada de la creciente simplificación de la estructura social bajo el capitalismo. La ambivalencia está dada por la siguiente consideración. Precisamente porque los sujetos sociales son heterogéneos, no hay ninguna garantía a priori de que sus demandas se articularán en una cadena de equivalencias democráticas -pueden, por el contrario, moverse en cualquier dirección, incluso en una dirección autoritaria. El desarrollo de un populismo de extrema derecha en la Europa contemporánea es un claro testimonio de ello. Esto significa una contingencia radical que da toda su significación al carácter constitutivo de la estrategia hegemónica en la construcción de lo político -simplemente no hay garantías de que el proceso histórico habrá de moverse en una dirección u otra. Hoy en día ciertas voces -por ejemplo la de Slavoj Zizek- ven en esta pluralización de las posiciones de sujeto los peligros a los que acabamos de apuntar, pero reaccionan frente a ellos con una pretendida vuelta a los sujetos clasistas del marxismo clásico. Esta reacción es enteramente fútil. La clase obrera en el sentido clásico es un sector declinante en todas las sociedades occidentales -y nunca ocupó un puesto central en las de la periferia capitalista. Negar los hechos es perder el tiempo. El problema político de la izquierda contemporánea es cómo construir estrategias políticas viables a partir de una heterogeneidad constitutiva que es el terreno en el que las luchas sociales de nuestro tiempo tienen lugar.

¿Podría generalizar tu análisis a los problemas actuales que la globalización y el apogeo del neoliberalismo plantean a las luchas sociales?

Sin duda. He insistido antes en la centralidad de la categoría de dislocación. Pues bien, los procesos de globalización pueden ser vistos en términos de una generalización de las dislocaciones estructurales a nivel planetario. Vivimos en sociedades en que los límites naturales -y esos otros límites cuasi-naturales que están dados por la organización tradicional de las sociedades- retroceden rápidamente. La técnica nos hace cada vez más dueños de nuestro propio entorno y de nuestra propia historia pero, paradójicamente, ese nosotros que es dueño de su entorno y su historia no es una entidad social coherente sino que está profundamente dividido y alienado, de modo tal que su propia capacidad de control es la fuente de dislocaciones y antagonismos cada vez más profundos. Los efectos de un dominio técnico cada vez más independiente de todo control social están a la vista: la proliferación de puntos antagónicos de ruptura frente a los cuales los mecanismos tradicionales de integración social se revelan como impotentes. De Seattle a Génova, nuevas formas de lucha social están emergiendo en que el internacionalismo de las protestas es la repuesta directa a la globalización del capital. La creación de formas alternativas de control social es el objetivo central de las luchas anticapitalistas contemporáneas.



Ernesto Laclau es Professor de Teoría Política en la Universidad de Essex (Inglaterra) donde dirige el Programa Doctoral en Ideología y Análisis de Discurso. También es Profesor Visitante en la Universidad de Viena y en el Departamento de Literaturas Comparadas de la Universidad de Buffalo (Estados Unidos). Ha publicado Política e ideología en la teoría marxista (1977), Hegemonía y estrategia socialista (1985, en colaboración con Chantal Mouffe), Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, The Making of Political Identities (1994), Emancipación y diferencia y Contingency, Hegemony, Universality (2000, en colaboración con J. Butler y S. Zizek). En marzo de 2002 aparecerá su próximo libro, The Populist Reason.

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