jueves, 27 de septiembre de 2007

Extracto del cap. n° 3 " Ciudadanos de la frontera y confines de la ciudadanía" del libro DERECHO DE FUGA por Sandro Mezzadra


¿Ciudadanos más allá de la nación?

Millones de personas —escriben Stephen Castles y Alastair Davidson (2000)— están despojados de derechos porque no pueden ser ciudadanos en el país de residencia. Aún más son aquellos que tienen el estatus formal de miembros del Estado nacional pero carecen de muchos de los derechos que habitualmente se piensa que derivan de esta condición. Fronteras porosas e identidad múltiple erosionan las ideas de pertenencia cultural que constituyen el acompañamiento necesario de la pertenencia política.
Hay cada vez más ciudadanos que no pertenecen, y esta circunstancia debilita a su vez la base del estado nacional como lugar central de la democracia.
No faltan quienes intentan interpretar positivamente esta circunstancia, poniendo el acento en el hecho de que, sobre todo en muchos países de la Unión Europea, progresivamente se está afirmando en los últimos años una tendencia a garantizar los derechos sociales, económicos y políticos a los migrantes independientemente de su admisión formal a la ciudadanía. Yasemin Soysal, autora de un libro muy influyente sobre la cuestión, identifica por ejemplo en esta tendencia el surgimiento progresivo de un modelo «postnacional» de pertenencia, en el cual el estatuto de la personalidad —basado en el carácter universal de los derechos humanos reconocidos y garantizados, además de por organizaciones como las Naciones Unidas y por una numerosa red de tratados internacionales— tendería a reemplazar a la ciudadanía como origen de los derechos. «Presiones a nivel mundial» empujarían en la dirección de expandir los derechos individuales y de una «creciente inclusión de los extranjeros» en el interior de los espacios políticos existentes, «restando poco a poco importancia a la ciudadanía nacional» (Soysal, 1994 y 2000).
Se trata evidentemente de posiciones que evitan enfrentarse no sólo con la persistente soberanía que los Estados ejercen sobre las fronteras (y de esta manera sobre la posibilidad de ingresar en su espacio político-jurídico), sino además
con la dificultad que los inmigrantes encuentran, también en los países europeos «más abiertos», para lograr que les reconozcan derechos de cierto relieve, relegados en una
condición estructuralmente precarizada junto a la posibilidad siempre presente de padecer una expulsión como consecuencia de distintas conductas (Castles, Davison, 2000).
También la afirmación de una «concepción societaria de la ciudadanía», orientada a reconocer automáticamente una serie de derechos sobre la base del simple supuesto de la residencia de un individuo en un territorio y de su participación en el conjunto de relaciones económicas y sociales que se despliegan dentro de ese territorio (Bauböck, 1994a y 1998), parece indicar más una hipótesis de trabajo que una
tendencia linealmente en acto.
Esto no significa refutar, por otro lado, que figuras y posiciones intermedias entre el estatuto del ciudadano y el estatuto del extranjero están efectivamente difundiéndose en muchos países occidentales. A esta circunstancia hace referencia, desde una óptica un poco distinta a la utilizada por Soysal (que también hace uso de ella), la categoría de «naturalización parcial», que podría ser una traducción del termino inglés denizenship, acuñado en el siglo XVI para designar la posición del extranjero aceptado como ciudadano gracias a la concesión de la Corona. En el debate contemporáneo esta categoría se utiliza cada vez más para indicar la condición de esos inmigrantes que, aunque no hayan adquirido anteriormente la nueva ciudadanía, gozan de una serie de derechos propios de los ciudadanos sobre la base de su residencia legal y permanente en un país (por ejemplo Hammar, 1990; Bauböck, 1994b; Sassen, 1996; Castles, 2000 y Davidson, 2000). De aquí puede surgir una perspectiva que derive en una posible disociación de los conceptos de ciudadanía, Estado y nación. Son evidentes, por otro lado, las consecuencias que una perspectiva de este tipo, si es practicada coherentemente con respecto a los derechos políticos, podría tener en relación, por ejemplo, a la representación, cuyas transformaciones y crisis contemporáneas están ligadas por un doble hilo a las de la ciudadanía (Accarino, 1999).
Otro síntoma de las tensiones que se están descargando sobre la tradicional configuración nacional de la ciudadanía es que la denizenship esconde el riesgo, particularmente evidente en las posiciones de quienes proponen una rígida disgregación de los derechos, tendente a establecer que set de derechos deben ser reconocidos a los migrantes y cuáles no, el riesgo de transformarse en una suerte de ciudadanía de segunda categoría, «autorizada» [octroyé]. Y es un riesgo mucho más insidioso, aún en una situación en la que, también en el interior de las colectividades nacionales particulares, las tendencias que apuntan a desmenuzar el universalismo de la ciudadanía y a instituir nuevas fronteras dentro de los espacios políticamente homogéneos son muchas y potentes (Balibar 1998 y 2001; además Kofman et al. 2000). Desde este punto de vista, entre otras cosas, es necesario señalar que, en estos últimos años, también bajo el perfil estrictamente jurídico, la inmigración ha demostrado ser un terreno de experimentación para la irrupción de criterios administrativos en ámbitos de relevancia constitucional, con la carga de incertidumbre
y arbitrariedad que esto comporta (véase Bonetti, 1999). Esto vale, en primer lugar, con respecto a la disciplina del acceso a ese permiso de residencia que para los migrantes equivale al arendtiano «derecho a tener derechos». Una perspectiva de investigación orientada a separar los derechos de ciudadanía de su enraizamiento en el
cuadro jurídico del Estado Nacional no puede, por otro lado, aplicarse solamente a la condición de esos migrantes que obtuvieron de alguna manera el título de acceso a ese
cuadro jurídico, sino que debería incluir con su carga crítica la misma posibilidad conceptual de la existencia de inmigrantes «clandestinos».


Migraciones, derecho de fuga y fronteras de la ciudadanía


El último punto al que se hizo mención tiene una importancia particular. La producción —y la imposición a los migrantes— de situaciones irregulares en relación a la residencia, de «clandestinidad» como se suele decir en Italia utilizando un término muy discutible, parece ser una característica estructural de los flujos migratorios de nuestro tiempo. También desde este punto de vista, éstos últimos representan un desafío radical a la sociología de las migraciones del siglo XX que, a partir de los estudios clásicos e innovadores de William I. Thomas y de otros sociólogos de la así llamada Escuela de Chicago, constituyen el gozne con respecto de los conceptos de asimilación e integración.17 En relación a este aspecto, se puede subrayar, que las condiciones generales de las sociedades occidentales contemporáneas aparecen caracterizadas justamente por la crisis general de los mecanismos integradores que habían distinguido, aunque sea de forma contradictoria, el régimen político y social que por convención se define como «fordista». La crisis del Estado social, cuya relevancia en la actual configuración de la ciudadanía ya se ha puesto de
relieve, es en el fondo el indicador general de esta crisis, que no puede evitar repercutir sobre la posición de los migrantes.
No está sólo en cuestión el hecho de que esta crisis constituye el marco dentro del cual toman forma reivindicaciones explícitas de la naturaleza exclusiva de la ciudadanía, orientadas a defender residuos del Welfare para los «nacionales» en contra de la presencia de los «extranjeros».18 El problema es más general, y atañe a las oportunidades de integración que se presentan a los migrantes: a la crisis del movimiento obrero, que históricamente representó un importante canal de socialización conflictual de los trabajadores extranjeros en los «países de acogida», corresponde una transformación de la propia naturaleza del trabajo que pone en discusión su clásica función, en el siglo XX, de canal privilegiado de acceso a la ciudadanía y a los derechos.
En el contexto de los poderosos procesos de atomización, parcelación y descomposición que en los últimos años han afectado al mundo de la producción, la posición de los migrantes es sumamente contradictoria:19 de la plena valorización económica de la «clandestinidad» en la enorme cantidad de sweatshops que han surgido en las dos orillas del Atlántico (o en los trabajos estacionales en la agricultura, en California meridional y en Italia del Sur), se pasa a la difusión de verdaderas formas de «ciudadanía privada» dentro de pequeñas empresas frecuentemente de carácter familiar, en las que la relación entre trabajador y empresario incluye en sí misma toda una dimensión «pública» y que se pueden encontrar por ejemplo en los distritos industriales italianos, desde el noreste hasta las Marcas. De todas maneras, difícilmente la situación laboral, caracterizada por la inseguridad y la dificultad en la reivindicación y en el ejercicio de los derechos, podría funcionar como un criterio exclusivo de acceso a la ciudadanía para los migrantes, ya se la entienda en sentido formal, o en sentido material. Particularmente,desde este punto de vista, resulta paradójica la legislación europea sobre la concesión del permiso de residencia (y por consiguiente, como se ha dicho, del «derecho a tener derechos») para los ciudadanos no comunitarios, que —con pocas excepciones— los hace dependientes de una situación laboral fija y a tiempo indeterminado, que tanto las retóricas dominantes como las políticas concretas económicas y sociales remarcan obsesivamente como de carácter anticuado para los «autóctonos».
Justamente, quizás, en esta paradoja se puede captar la reposición contemporánea de aquel movimiento contradictorio que, como vimos en el capítulo anterior, caracteriza
toda la historia del capitalismo: aquel movimiento a través del cual la inscripción del trabajo en la relación salarial, y el desencadenamiento y la celebración de su «movilidad», su liberación de las cadenas feudales, corporativas y «locales», fueron siempre de la mano con la institución de nuevos sistemasde embridamiento y limitación de la libre circulación del trabajo mismo. Se abre así la posibilidad de que el
moderno paradigma igualitario de la ciudadanía, que, como recordaba Marshall (1949), fue históricamente posible justamente sobre el derrumbamiento de los límites feudales, corporativos y «locales», hospede en su interior una diferenciación de los derechos que reproduce y remarca la copresencia del libre movimiento del trabajo y su embridamiento. Éste es el lugar en donde continúa operando con potencia, en el mundo contemporáneo, la codificación de la pertenencia sobre bases nacionales (Ong, 1999). Sin embargo, si no se quiere que la ciudadanía se reduzca a ser el «único privilegio de estatus remanente en el mundo contemporáneo» (Ferrajoli 1994), y si se aspira a volver a abrir conceptualmente el movimiento expansivo, no se puede más que mirar de manera crítica ésta situación.
Un análisis de los movimientos migratorios que se esfuerce por captar las demandas de ciudadanía y las subjetividades que las recorren, puede ser de gran utilidad en estesentido. Es oportuno repetir lo que ya se señaló: un aspecto característico de la situación actual consiste en el hecho de que la tendencia de las migraciones a asumir un carácter «sistémico» —es decir, a colocarse dentro de sistemas con específicas características geopolíticas y político-económicas (Sassen, 1996)— aparece cada vez más cuestionada por distintos elementos de imprevisibilidad, además de por la multiplicación y la aceleración de las interconexiones que caracterizan al mundo de la «globalización» (Pries 1998). Los tradicionales modelos «hidráulicos», que reconducen integramente las migraciones a causas «objetivas», buscando los factores de push out y de pull up o poniendo el acento sobre los desequilibrios propios de la división internacional del trabajo, muestran ahora sus límites frente a las «dinámicas autónomas» y a los «flujos multivectoriales» que asignan a los procesos migratorios contemporáneos caracteres de turbulencia (Papastergiadis, 2000).
Los límites de estos modelos —pero también de muchos análisis «neo-marxistas» de los procesos migratorios— fueron criticados, a partir de la segunda mitad de los años
setenta, por la investigación feminista (Kofman et al., 2000).
Ésta última puso el acento en el papel decisivo de factores no unilateralmente «económicos» en la determinación de las migraciones femeninas, concentrándose especialmente en la estructura particular de las relaciones de género predominantes en las sociedades de proveniencia de los migrantes y en los países de destino. Pero al mismo tiempo, cuestionando propiamente el supuesto implícito asumido por la principal corriente de investigación sobre los procesos migratorios — para la que el único migrante que importa es el hombre y la mujer es considerada únicamente en función del lugar que ocupa en la familia—, los estudios feministas resaltaron progresivamente la subjetividad de las mujeres migrantes.
Sobre todo subrayaron la forma en que la migración femenina no representa simplemente una respuesta obligada a condiciones de necesidad económica de mujeres solteras,
viudas o divorciadas, sino que procede más asiduamente de una decisión consciente de dejar atrás la larga sombra de sociedades dominadas por el patriarcado (por ejemplo Morokvasic, 1983).
Recoger estos estímulos no significa descuidar los factores «objetivos» que continúan actuando en el origen de las migraciones (los desequilibrios evidentes en la distribución de la riqueza entre los muchos nortes y los muchos sures del mundo, la miseria, el hambre, las carestías, las tiranías políticas y sociales, las catástrofes ambientales, las guerras), sobre las que existe por otro lado una cuantiosa literatura. La cuestión es, sin embargo, que justamente un análisis de las migraciones dirigido desde el punto de vista del concepto de ciudadanía, «un observatorio ubicado a ras de suelo», desde el cual «se observa a las personas no al sistema» (Zincone, 1992) debería proponerse, en primer lugar, poner de relieve las determinaciones subjetivas que están en su origen, las demandas que son llevadas adelante por los migrantes.20 Se puede decir que lo que unifica, en un nivel de abstracción elevado, los comportamientos de las mujeres y los hombres que optan por la migración, son la reivindicación y el ejercicio práctico del derecho de fuga de los factores «objetivos» a los que sintéticamente hemos hecho referencia. El acento puesto sobre el «derecho de fuga» permite, mientras tanto, en el plano conceptual, superar la distinción entre migrantes y «prófugos» que los propios desarrollos «objetivos» más recientes han puesto en crisis. Permite, sobre todo, poner en evidencia la naturaleza en última instancia política de las disputas que se sostienen hoy alrededor de las migraciones, en una situación en la que, como escribió Zygmunt Bauman, la libertad de movimiento tiende a transformarse en «el principal factor de estratificación» de las sociedades contemporáneas y en uno de los criterios fundamentales alrededor de los cuales se definen las nuevas jerarquías sociales (Bauman, 1998). Y alumbra, de forma especial, una de las características más destacadas de la globalización contemporánea: la
tendencia a la proliferación y al rearme de los confines contra las mujeres y hombres en fuga de la miseria, de la guerra, de las tiranías políticas y sociales —desde las «fronteras externas» de la Unión Europea al límite entre Estados Unidos y México, pasando por los nuevos obstáculos contra la movilidad del trabajo surgidos alrededor de Hong Kong, en el sur de la China y en los países del Sudeste asiático afectados por la crisis de 1997—, que acompaña la tendencia contemporánea hacia el derrumbamiento de las barreras a la circulación de mercancías y de capitales, además, en determinadas áreas y para determinadas categorías sociales, de personas.
Empleamos aquí el concepto de confín desde una perspectiva que denota la diferencia con respecto del sentido, sin duda contiguo, de «frontera». Mientras ésta hace referencia a un «espacio de transición», en donde fuerzas y sujetos distintos entran en relación, se chocan y se encuentran poniendo en juego (y modificando) la «identidad» de cada uno; el confín, desde su originaria acepción de surco trazado en la
tierra, representa una línea de división y protección de espacios políticos, sociales y simbólicos constituidos y consolidados.
Alrededor del problema del confín, por otro lado, el debate se ha intensificado mucho en los últimos años, también fuera de los ámbitos de investigación que se puedendefinir como geopolíticos y geo-económicos (por ejemplo Badie, 1995). Especialmente, Étienne Balibar ha señalado edistintas intervenciones la forma en que la problemática del confín plantea cuestiones muy complejas para la filosofía política, obligando en primer lugar a reabrir la reflexión sobre la relación entre universalismo y particularismo en la democracia (Balibar 1992, 1995 y 2001). En el debate teórico sobre la inmigración, esta temática no puede dejar de ser decisiva. Incluso quienes —para escapar a las aporías que parecen estar predestinadas a aparecer en una reflexión filosófica en términos de «teoría de la justicia»— propusieron asumir como referencia normativa, para determinar la legitimidad de la exclusión de los migrantes del espacio de la ciudadanía, como los «costes económicos» y por lo tanto el concepto de bienestar [welfare], no pueden de hecho evitar preguntarse quiénes son los «sujetos» (y que «confines» los delimitan) cuyo bienestar tiene que ser asumido como criterio determinante en última instancia (en este sentido Trebilcock, 1995 y Rubio Marín, 2000). No falta quien ha considerado que puede resolver el problema en cuestión por medio de la reelaboración, dentro del paradigma político «liberal», de algunos aspectos de las críticas «comunitarias». En este sentido, por ejemplo, Jules Coleman y Sarah Harding (1995) han intentado demostrar —sobre la base de una amplia reseña de las políticas migratorias adoptadas por los Estados democráticos occidentales— de qué forma el control de los flujos puede ser justificado en la medida en que contribuye a asegurar una equitativa distribución del bien de la pertenencia en una comunidad política y cultural.
A ésta línea teórica se puede asociar la posición tomada en Alemania por Wolfgang Kersting, que ha llegado a escribir: «Existe un derecho humano a los confines, a los confines que protegen a los hombres, a los unos de los otros, y otorgan la posibilidad de conducir una existencia autodeterminada en libertad y en seguridad» (Kersting, 1998). Lo que no convence, en esta posición, es la tendencia a dar por hecha, en el concepto de confín, la valoración antropológica según la cual cada uno de nosotros, actuando e interpretando el mundo, instituye continuamente confines, y a proyectarla linealmente en la constitución del concepto político de confín: o, también se podría decir, la tendencia a presentar una determinada configuración política (y por lo tanto artificial) de los confines como dato antropológico (y por consiguiente natural). Más en
general, la inclusión de la cultura en la canasta de los «bienes fundamentales», en relación a los cuales el Estado liberal debe garantizar iguales posibilidades de acceso a todos los ciudadanos, evita la extrema dificultad de prevenir una definición unívoca del concepto. Y se expone al riesgo de dar pie a tendencias meramente reactivas a la circulación y a la contaminación de las culturas, lo que constituye uno de los fundamentos principales de la globalización (por ejemplo Jameson, 1998 y Myoshi, 1998), tendencias que encuentran expresión, por un lado, en la creciente etnización de las relaciones y de los conflictos sociales y, por otro, en el relieve estratégico de estilemas «culturales» en las retóricas con las que se intenta justificar la exclusión de los migrantes de las sociedades occidentales (Hage, 1998 y Stolke, 2000).
Se trata, y no es casual, de problemas que es posible encontrar en alguna de las posiciones relativas a la variada literatura sobre el «multiculturalismo»: «A la luz del nexo existente entre elección y cultura, que mencioné anteriormente », escribe por ejemplo el filósofo canadiense Hill Kymlicka (1995), «las personas deberían estar en condiciones de vivir y trabajar en su cultura». Según modalidades que parecen modificadas acríticamente por la antropología de principios de siglo, el concepto de cultura con el que trabajan muchos multiculturalistas tiende a dar por supuesta su solidez e impermeabilidad, sobre la base de una supuesta correspondencia entre «cultura» y «etnia» que justamente los desarrollos más recientes de la antropología han cuestionado con vigor. Aplicada a los migrantes, esta perspectiva tiende a ocultar la ruptura con la «cultura» o con la «comunidad » de proveniencia que caracteriza por definición su biografía, y a presentar como algo resuelto a priori aquello que debería representar uno de los problemas fundamentales de la investigación sobre las migraciones: el problema de los procesos de producción, reproducción y transformación de la «identidad» de los migrantes. Sin olvidar además que, como escribió el antropólogo francés Jean-Loup Amselle (1990), «entre los derechos de las minorías está también el de renunciar a su cultura».

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