viernes, 14 de septiembre de 2007

"LA ODISEA DE LOS INCRÉDULOS" - Capitulo 1 - Libro TRATADO DE ATEOLOGÍA por Michel Onfray




1- DIOS AÚN VIVE


¿Dios ha muerto? Está por verse... Tan buena noticia habría
producido efectos solares de los que esperamos siempre, aunque en
vano, la menor prueba. En lugar de que dicha desaparición haya
dejado al descubierto un campo fecundo, más bien percibimos el
nihilismo, el culto a lo fútil, la pasión por la nada, el gusto malsano
por lo sombrío propio del fin de las civilizaciones, la fascinación por
los abismos y los agujeros sin fondo donde perdemos el alma, el
cuerpo, la identidad, el ser y el interés por todo. Cuadro siniestro,
apocalipsis depr imente...

La muerte de Dios fue un dispositivo ontológico, la falsa
grandilocuencia propia del siglo XX que veía la muerte por todas
partes: muerte del arte, muerte de la filosofía, muerte de la metafísica,
muerte de la novela, muerte de la tonalidad, muerte de la política...
¡Decretemos hoy la muerte de esas muertes ficticias! Esas falsas
noticias servían en otras épocas para montar la escenografía de las
paradojas antes del cambio de chaqueta metafísica. La muerte de la
filosofía autorizaba libros de filosofía; la muerte de la novela generaba
novelas; la muerte del arte, obras de arte, etc. La muerte de Dios
produjo lo sagrado, lo divino, lo religioso a cual mejor. Hoy en día,
nadamos en esa agua lustral.
Sin duda, la proclama de la muerte de Dios fue tan estrepitosa
como falsa... Con trompetas, anuncios teatrales y redoble de tambores,
nos alegramos demasiado pronto. La época se hunde bajo un cúmulo
de información tomado como la palabra válida de los nuevos oráculos,
y triunfa la abundancia en perjuic io de la calidad y la veracidad; nunca
tantas informaciones falsas fueron celebradas como otras tantas
verdades reveladas. Para poder comprobar la muerte de Dios, serían
necesarios indicios, certidumbres y pruebas. Pues bien, todo ello
falta...

¿Quién vio el cadáver? Además de Nietzsche, y aun así... A la
manera del cuerpo del delito en lonesco, habríamos padecido su
presencia y su ley, nos habría invadido, contagiado e infestado, se
habría descompuesto poco a poco, días tras día, y no habríamos
dejado de asistir a una verdadera descomposición real, también en el
sentido filosófico de la palabra. En lugar de eso, el Dios invisible
mientras vivía, seguía siendo invisible después de muerto.
Consecuencias del anuncio... Todavía esperamos las pruebas. ¿Pero
quién nos las podrá dar? ¿Quién será el nuevo insensato para tarea tan
imposible?
Porque Dios no está muerto ni agonizante, al contrario de lo que
pensaban Nietzsche y Heine. Ni muerto ni agonizante, porque no es
mortal. Las ficciones no mueren, las ilusiones tampoco; un cuento
para niños no se puede refutar. Ni el hipogrifo ni el centauro están
sometidos a la ley de los mamíferos. Un pavo real, un caballo, sí; un
animal del bestiario mitológico, no. Ahora bien, Dios proviene del
bestiario mitológico como miles de otras criaturas que aparecen en los
diccionarios en innumerables entradas, entre Deméter y Discordia. El
suspiro de la criatura oprimida durará tanto como la criatura oprimida,
tanto como decir siempre...

Por otra parte, ¿dónde moriría? ¿En La gaya ciencia? ¿Asesinado
en Sils-Maria por un filósofo inspirado, trágico y sublime,
atormentado, despavorido, en la segunda mitad del siglo XDC? ¿Con
qué arma? ¿Un libro, varios libros, una obra? ¿Imprecaciones, análisis, demostraciones y refutaciones? ¿Por medio de ataques
ideológicos bruscos y violentos? El arma blanca de los escritores... El
asesino, ¿solo? ¿Emboscado? ¿En banda, con el abate Meslier y Sade
como abuelos tutelares? Si Dios existiera, ¿no sería su asesino un Dios
superior? Y ese falso crimen, ¿no ocultaría deseos edípicos, ganas
imposibles, irreprimibles aspiraciones vanas por llevar a cabo una
tarea necesaria para generar libertad, identidad y sentido?
No se mata un soplo, un viento, un olor, no se matan los sueños ni
las aspiraciones. Dios, forjado por los mortales a su imagen
hipostasiada, sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del
camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada. Puesto que los
hombres han de morir, pane de ellos no podrá soportar esa idea e
inventará todo tipo de subterfugios. No se puede asesinar un
subterfugio, no es posible matarlo. Más bien, será él quien nos mate;
pues Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón,
la Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en
cadena...

El último de los dioses desaparecerá con el último de los hombres.
Y con él, el miedo, el temor, la angustia, esas máquinas de crear
divinidades. El terror ante la nada, la incapacidad para integrar la
muerte como un proceso natural e inevitable con el que hay que
transigir, ante el cual sólo la inteligencia puede producir efectos, y del
mismo modo la negación, la ausencia de sentido fuera del que
otorgamos, el absurdo a priori, éstos son los conjuntos genealógicos
de lo divino. Dios muerto supondría la nada domesticada. Estamos a
años luz de un progreso ontológico como ése.


2. EL NOMBRE DE LOS INCRÉDULOS


Así pues, Dios durará tanto como las razones que lo hacen existir;
sus negadores también... Todas las genealogías parecen ficticias; no
hay fecha de nacimiento de Dios. Tampoco del ateísmo práctico -el discurso es otra cosa-. Hagamos conjeturas: el primer hombre -otra ficción...- que afirma a Dios debe, al mismo tiempo o en forma sucesiva y alternativa, no creer en él. Dudar
coexiste con creer. El sentimiento religioso habita probablemente en el
mismo individuo atormentado por la incertidumbre u obsesionado por
el rechazo. Afirmar y negar, saber e ignorar: un tiempo para la
reverencia, otro para rebelarse, en función de las ocasiones en que se
crea una divinidad o se la quema...

Dios parece, pues, inmortal. Aquí ganan sus adulones. Pero no por
las razones que ellos imaginan, porque la neurosis que forja dioses
surge del movimiento habitual de los psiquismos e inconscientes. La
generación de lo divino coexiste con el sentimiento de angustia ante el
vacío de una vida que termina. Dios nace de la inflexibilidad, la
rigidez y la inmovilidad cadavérica de los miembros de la tribu. Ante
el espectáculo del cadáver, los sueños y los humos con los que se
alimentan los dioses adquieren cada vez más consistencia. Cuando se
derrumba un alma ante el cuerpo inerte de un ser amado, la negación
toma el relevo y transforma ese fin en principio y aquel desenlace en
el comienzo de una aventura. Dios, el cielo y los espíritus llevan la
voz cantante para evitar el dolor y la violencia de lo peor.
¿Y el ateo? La negación de Dios y de los mundos subyacentes
surgió probablemente del alma del primer hombre creyente. Revuelta,
rebelión, rechazo de la evidencia, resistencia ante los decretos del
destino y la necesidad, la genealogía del ateísmo parece tan simple
como la de la creencia. Satanás, Lucifer, el portador de la luz -el
filósofo emblemático de las Luces...-, aquel que se niega y no quiere
someterse a la ley de Dios, evoluciona como contemporáneo de ese
período de partos. El Diablo y Dios funcionan como el anverso y
reverso de la medalla, como teísmo y ateísmo.
Sin embargo, la palabra no es antigua históricamente y su acepción
precisa -postura del que niega la existencia de Dios,
excepto como ficción fabricada por los hombres para intentar
sobrevivir a pesar de lo ineluctable de la muerte- es tardía en
Occidente. Por cierto, el ateo aparece en la Biblia -Salmos (10, 4, y
14, 1) y Jeremías (5, 12)-, pero en la Antigüedad se refería a veces,
incluso a menudo, no al que no creía en Dios, sino al que se negaba a
aceptar a los dioses dominantes del momento, sus formas decretadas
por la sociedad. Durante mucho tiempo, el ateo caracterizaba a la
persona que creía en un dios vecino, extranjero y heterodoxo. No era
el individuo que desocupaba el cielo, sino el que lo poblaba con sus
propias criaturas...

Desde lo político, el ateísmo servía para apartar, señalar u hostigar
al individuo que creía en un dios que no era del que se valía la
autoridad del momento y del lugar con el fin de afianzar su poder.
Pues el Dios invisible, inaccesible, por lo tanto silencioso acerca de lo
que se le puede hacer decir o adjudicarle, no se rebela cuando algunos
se pretenden elegidos por él a fin de hablar, decretar y actuar en su
nombre para bien o para mal. El silencio de Dios permite el palabrerío
de sus ministros que usan y abusan del epíteto: aquel que no crea en su
Dios, por lo tanto en ellos, se convierte en ateo de inmediato. De ahí
surge el peor de los hombres: el inmoral, el detestable, el inmundo, la
encarnación del mal. Hay que encarcelarlo en el acto, torturarlo o
matarlo.
Difícil, por lo tanto, reconocerse como ateo... Nos llaman así, y
siempre ante la perspectiva insultante de una autoridad dispuesta a
condenar. La construcción de la palabra lo precisa, por lo demás: ateo.
Como prefijo privativo, la palabra supone una negación, una falta,
un agujero y una forma de oposición. No existe ningún término para
calificar de modo positivo al que no rinde pleitesía a las quimeras
fuera de esta construcción lingüística que exacerba la amputación: ateo,
pues, pero también in-fiel, a-gnóstico, des-creído, ir-religioso, incrédulo,
a-religioso, im-pío (¡el a-dios está ausente!) y todas las
palabras que derivan de éstas: ir-religión, in-credulidad, im-piedad,
etc.

No hay ninguna para significar el aspecto solar, afirmativo,
positivo, libre y fuerte del individuo ubicado más allá del pensamiento
mágico y de las fábulas.
El ateísmo provie ne de una creación verbal de deícolas. La palabra
no se desprende de una decisión voluntaria y soberana de una persona
que se define con ese término en la historia. La palabra ateo califica al
otro que rechaza al dios local cuando todo el mundo o la mayoría
creen en él. Y tiene interés en creer... Porque el ejercicio teológico en
el poder se apoya siempre en las fuerzas armadas, las policías
existenciales y los soldados ontológicos que eximen de reflexionar e
invitan a creer y a menudo a convertirse lo más pronto posible.
Baal y Yahvé, Zeus y Alá, Ra y Wotan, pero también Manitú
deben sus patronímicos a la geografía y a la historia: con respecto a la
metafísica que los hace posibles representan con diferentes nombres la
misma realidad fantasmagórica. Ahora bien, ninguno es más
verdadero que el otro, puesto que todos evolucionan en un panteón de
alegres compañeros inventados donde banquetean Ulises y Zaratustra,
Dionisio y Don Quijote, Tristán y Lanzarote del Lago, entre otras
figuras mágicas como el Zorro de los dogon o los loas vudú.

3. LOS EFECTOS DE LA ANTIFILOSOFÍA

A falta de palabra para calificar lo incalificable, para nombrar lo
innombrable -el loco que tiene la audacia de no creer...-, recurramos,
pues, a ateo... Existen perífrasis o palabras, pero los cristícolas las
pergeñaron y lanzaron al mercado intelectual con la misma intención
despectiva. Así los incrédulos que Pascal censuraba con frecuencia a
lo largo de papelotes cosidos en el forro de su abrigo, o los libertinos,
incluso los librepensadores o, entre nuestros amigos belgas de hoy,
los partidarios del libre examen.

La antifilosofía -corriente del siglo XVIII, cara sombría de las
Luces que sin razón olvidamos y que deberíamos, no obstante, volver
a analizar bajo la luz del presente a fin de mostrar cómo lacomunidad
cristiana recurre a cualquier medio, incluso a los más indefendibles
desde el punto de vista moral, para desacreditar el pensamiento de los
temperamentos independientes que no se entregan a sus fábulas-, la
antifilosofía, pues, combate con violencia inaudita la libertad de
pensamiento y la reflexión ajena a los dogmas cristianos.
De ahí nace, por ejemplo, la obra del padre Garasse, un jesuíta que
no teme ni a Dios ni al Diablo e inventa la propaganda moderna en
pleno Gran Siglo en La curiosa doctrina de los incrédulos de nuestros
tiempos, o que se dicen tales (1623), un grueso volumen de más de
mil páginas en el que calumnia a los filósofos libres al presentarlos
como disolutos, sodomitas, ebrios, lujuriosos, glotones, pedófilos -
pobre Fierre Charron, el amigo de Montaigne...- y otras cualidades
diabólicas, con el fin de impedir la lectura de las obras progresistas. Al
año siguiente, el mismo ministro de Propaganda jesuíta emprende la
Apología de su libro contra los ateos y libertinos de nuestro siglo .
Garasse se supera a sí mismo, sin evitar, en modo alguno, la mentira,
la calumnia, la bajeza y el ataque ad hominem. El amor al prójimo no
tiene límites...

Desde Epicuro, calumniado en vida por los fanáticos y poderosos
de su tiempo, hasta los filósofos libres —a veces, incluso, sin renegar
del cristianismo- que no creen que la Biblia constituya el límite
infranqueable de la inteligencia, el método sigue produciendo efectos
hasta el día de hoy. A pesar de que algunos filósofos atacados y
fulminados por Garasse no siempre pudieron recuperarse y
permanecieron en el más deplorable de los olvidos, a pesar de que
algunos adquirieron la reputación de inmorales y de personas
intratables, y que las calumnias afectaron del mismo modo a sus
obras, el devenir negativo de los ateos fue encubierto durante siglos.
En filosofía, libertino es, ahora y siempre, una calificación despectiva y polémica que impide el pensamiento sereno y digno de aquel nombre.
A causa del poder dominante de la antifilosofía en la historia
oficial del pensamiento, aspectos enteros de una reflexión vigorosa,
viva, fuerte, pero anticristiana e irreverente, o incluso ajena a la
religión dominante, permanecen ignorados, incluidos a menudo
profesionales de la filosofía, con la excepción de un puñado de
especialistas. ¿Quién, para nombrar sólo al Gran Siglo, ha leído a
Gassendi, por ejemplo? ¿O a La Mothe Le Vayer? ¿O a Cyrano de
Bergerac, el filósofo, no la ficción...? Muy pocos... Y, sin embargo,
Pasca!, Descartes, Malebranche y otros representantes de la filosofía
oficial son impensables sin el conocimiento de que estas figuras se
esforzaron por lograr la autonomía de la filosofía dentro de la teología,
en este caso, la religión judeocristiana...

4. LA TEOLOGÍA Y SUS FETICHES

La escasez de palabras positivas para calificar el ateísmo y la falta
de consideración de epítetos posibles de sustitución contrasta con la
abundancia de vocabulario para caracterizar a los creyentes. No hay
una sola variación sobre el tema que no disponga de palabra para
calificarla: teísta, deísta, panteísta, monoteísta, politeísta, a los que
puede agregárseles animista, totémico, fetichista o incluso, frente a las
cristalizaciones históricas: católicos y protestantes, evangelistas y
luteranos, calvinistas y budistas, sintoístas y musulmanes, chiítas y
sunitas, desde luego, judíos y testigos de Jehová, ortodoxos y
anglicanos, metodistas y presbiterianos; el catálogo es infinito...

Unos adoran las piedras -las tribus más primitivas entre los
musulmanes de hoy que giran alrededor del betilo de la Kaaba-; otros,
la Luna o el Sol; algunos, a un Dios invisible, imposible de representar
so pena de idolatría, o incluso una figura antropomorfa -blanca, masculina, aria, obviamente...-; éste ve a Dios en todas partes, panteísta consumado; ése, seguidor de la teología negativa, en ninguna parte; una vez lo adoraron cubierto de sangre,
coronado de espinas, cadáver; en otra ocasión, en una brizna de hierba
a la manera sintoísta oriental: no hay ninguna mistificación inventada
por los hombres que no contribuya a ampliar el campo de las posibles
divinidades...

Para los que dudan todavía de las posibles extravagancias de las
religiones en cuanto a ciertos soportes, remitámonos a la danza de la
orina entre los zuni de Nuevo México, a la confección de amuletos
con excrementos del gran lama del Tíbet, a la bosta y orina de vaca
para las abluciones purificaderas de los hinduistas, al culto de
Stercorius, Crepitus y Cloacina entre los romanos -divinidades de la
basura, del pedo y de las cloacas, respectivamente-, a las ofrendas de
estiércol a Siva, la Venus asiría, al consumo de sus excrementos por
Suchiquecal, la diosa mexicana madre de los dioses, a la prescripción
divina, en el libro de Ezequiel, de utilizar la materia fecal humana para
cocinar los alimentos, y otras vías impenetrables o manera singulares
de mantener una relación con lo divino y lo sagrado...

Ante los nombres múltiples, las prácticas sin fin, los detalles
infinitos en las maneras de concebir a Dios y pensar la unión con él,
frente a ese torrente de variaciones sobre el tema religioso, en
presencia de tantas palabras para nombrar la increíble pasión del
creyente, el ateo cuenta con ese único y sencillo epíteto para
desacreditarlo. Los adoradores de todo y de cualquier cosa, los
mismos que, en nombre de sus fetiches, justifican la violencia y la
intolerancia y las guerras del pasado y presente contra los sin dios,
reducen a los incrédulos a ser, desde lo etimológico, no más que
individuos incompletos, amputados, fragmentados, mutilados,
entidades a la que les falta Dios para ser de verdad...

Los seguidores de Dios disponen incluso de una disciplina
consagrada por completo a estudiar los nombres de Dios, su
vida y milagros, sus dichos memorables, sus pensamientos, sus
palabras -¡porque habla!- y sus actos, sus pensadores de confianza,
que están a su servicio, sus profesionales, sus leyes, sus adulones, sus
defensores, sus sicarios, sus dialécticos, sus retóricos, sus filósofos -y,
sí...-, sus secuaces, sus servidores, sus representantes en la tierra, sus
instituciones inducidas, sus ideas, sus imposiciones y otras tonterías;
la teología. La disciplina del discurso sobre Dios...

Los pocos momentos en la historia occidental en que el
cristianismo cayó en desgracia -1793, por ejemplo- produjeron
algunas actividades filosóficas nuevas que generaron algunas palabras
inéditas rápidamente dejadas de lado. Es cierto que aún se habla de
descristianización, pero como historiadores, para señalar ese período
de la Revolución Francesa durante el cual los ciudadanos convirtieron
las iglesias en hospitales, en escuelas, en hogares para los jóvenes,
cuando los revolucionarios reemplazaron las cruces de los techos con
banderas tricolores y los crucifijos de madera muerta con árboles
vivos. El ateísta de los Ensayos de Montaigne, los ateístas de las
Cartas (CXXXVII) de Monluc y la ateística de Voltaire
desaparecieron rápidamente. El ateísta de la Revolución Francesa
también...

5. LOS NOMBRES DE LA INFAMIA

La pobreza del vocabulario ateísta se explica por la indefectible
dominación histórica de los seguidores de Dios: disponen de plenos
poderes políticos desde hace más de quince siglos, la tolerancia no es
su virtud principal y emplean todos los medios para imposibilitar la
cosa y, por lo tanto, la palabra que la designa. Ateísmo data de 1532,
ateo ya existía en el siglo II de nuestra era entre los cristianos que
denunciaban y estigmatizaban a los a-teos, los que no creían en el dios
resucitado al tercer día. De ahí a concluir que esos individuos que no
creían encuentos para niños no creían en ningún dios, había sólo un paso. De
manera que los paganos es decir, los que rinden culto a los dioses del
campo, como lo confirma la etimología del término- eran identificados
como negadores de los dioses, por lo tanto de Dios. El jesuíta Garasse
convirtió a Lutero en un ateo (!); Ronsard hizo lo mismo con los
hugonotes...

La palabra «ateo» adquiere el valor de insulto categórico. El ateo
es el personaje inmoral, amoral e inmundo, culpable de querer saber
más o de estudiar los libros de todo aquel que ha adquirido el epíteto.
La palabra basta para impedir el acceso a la obra. Funciona como el
engranaje de una máquina de guerra lanzada contra todo lo que no se
desarrolla dentro del registro de la más pura ortodoxia católica,
apostólica y romana. Ya sea ateo o hereje, al final es lo mismo. Lo
cual termina por abarcar a medio mundo.
Desde sus inicios Epicuro se vio obligado a enfrentar acusaciones
de ateísmo. Pero ni él ni los epicúreos negaban la existencia de los
dioses. Compuestos de materia sutil, numerosos, instalados en los
intermundos, impasibles, indiferentes al destino de los hombres y al
devenir del mundo, verdaderas encarnaciones de la ataraxia, ideas de
la razón filosófica, modelos capaces de engendrar sabiduría en la
imitación, los dioses del filósofo y sus discípulos existían, aunque
pareciera imposible, y además, en gran cantidad. Pero no como los de
la ciudad griega, que exhortaban, a través de sus sacerdotes, a plegarse
a las exigencias comunitarias y sociales. Ése era su único error: su
naturaleza antisocial.
La historiografía del ateísmo -escasa, frugal y más bien mala -
comete un error al ubicarlo en los primeros tiempos de la humanidad.
Las cristalizaciones sociales exigen trascendencia; orden, jerarquía -
etimológicamente, el poder de lo sagrado...-. La política y la ciudad
pueden funcionar con mayor facilidad cuando recurren al poder
vengativo de los dioses, representados en la tierra, al parecer, por los
dominantes que, de modo muy oportuno, llevan las riendas.
Los dioses -o Dios-, embarcados en una empresa de justificación
del poder, se instituyeron como los interlocutores privilegiados de los
jefes de la tribu, de los reyes y príncipes. Esas figuras terrestres
pretendían detentar el poder de los dioses, poder que éstos
confirmarían con la ayuda de señales decodificadas por la casta de
sacerdotes, interesada, también ella, en los beneficios del ejercicio
legal de la fuerza. El ateísmo se convirtió, por lo tanto, en un arma útil
para lanzar a éste o a aquél, con tal de que se resistiera o al menos se
opusiera, a las cárceles y calabozos, o incluso a la hoguera.
El ateísmo no comenzó con los personajes que la historiografía
oficial condena e identifica como tales. El nombre de Sócrates no
puede figurar, decentemente, en la historia del ateísmo. Ni el de
Epicuro y sus seguidores. Tampoco el de Protágoras, quien se
contentaba con afirmar, en De los dioses, que no podía concluir nada
en cuanto a ellos, ni su existencia, ni su inexistencia. Lo cual, al
menos, define cierto agnosticismo, indeterminación, incluso, si se
quiere, escepticismo, pero sin duda no el ateísmo, que exige una
franca afirmación de la inexistencia de los dioses.
El Dios de los filósofos entra a menudo en conflicto con el de
Abraham, el de Jesús y el de Mahoma. En primer lugar porque el
primero proviene de la inteligencia, la razón, la deducción, el
razonamiento, y luego porque el segundo presupone más bien el
dogma, la revelación y la obediencia, por la colisión entre los poderes
espiritual y temporal. El Dios de Abraham designa más bien al de
Constantino, después al de los papas o al de los príncipes guerreros
muy poco cristianos. Poco que ver con las construcciones
extravagantes erigidas en forma tosca con causas sin causa, los
primeros motores inmóviles, ideas innatas, armonías preestablecidas y
otras pruebas cosmológicas, ontológicas o físico-teológicas.
Con frecuencia cualquier veleidad filosófica de pensar a Dios fuera
del modelo político dominante se convierte en ateísmo. Así, cuando la Iglesia le cortó la lengua al padre Julio César Vanini, lo colgó y después lo quemó en la hoguera en Toulouse el 19 de febrero de 1619, asesinó al autor de una obra cuyo título era:
Anfiteatro de la eterna Providencia divino-mágica, cristiano-física, y
no menos astrológico-católica, contra los filósofos, los ateos, los
epicúreos, los peripatéticos y los estoicos (1615).
Salvo que no se tome en cuenta ese título -un error, considerando
por lo menos, su longitud explícita...-, es necesario comprender que
ese pensamiento oximorónico no niega la providencia, el cristianismo
o el catolicismo, sino que rechaza claramente, más bien, el ateísmo, el
epicurismo y otras escuelas filosóficas paganas. Ahora bien, nada de
eso constituye un ateo -motivo por el cual se lo mata-, sino una
especie de panteísta ecléctico. De todos modos, herético por ser
heterodoxo...

Spinoza, panteísta también él -y poseedor de una inteligencia sin
par-, fue condenado igualmente por ateísmo, o, lo que es lo mismo,
por falta de ortodoxia judía. El 27 de julio de 1656, los parnassim se
reunieron en el mahamad-las autoridades judías de Amsterdam-, y
leyeron en hebreo ante el arca de la sinagoga, en el Houtgracht, un
texto de extrema violencia: lo acusaron de horribles herejías, mala
conducta, y en consecuencia le dictaron un herem que nunca fue
anulado.
La comunidad profirió palabras de extrema brutalidad: fue
excluido, perseguido, execrado, maldito durante el día y la noche,
durante el sueño y la vigilia, al entrar y salir de su casa... Los hombres
de Dios recurrieron a la cólera de su ficción y a la maldición
desencadenada sin límite en el tiempo y en el espacio. Para completar
el gesto, los parnassim ordenaron que se borrara de la faz de la tierra
para siempre el nombre de Spinoza. Por poco...

Los rabinos, poseedores teóricos del amor al prójimo, añadieron a
la excomunión la prohibición dirigida a todos de mantener relaciones
escritas o verbales con el filósofo. Nadie tenía el derecho de prestarle
ningún servicio, de acercársele a menos de dos metros o de encontrarse bajo el mismo techo que él. Prohibido,por supuesto, leer sus escritos: en esa época Spinoza tenía veintitrés años, y aún no había publicado nada. La Etica aparecerá como obra
postuma veintiún años después, en 1677. Hoy se lee en todo el
mundo...

¿Dónde está el ateísmo de Spinoza? En ninguna parte. Es inútil
buscar en su obra completa una sola frase que afirme la inexistencia
de Dios. Es cierto que Spinoza niega la inmortalidad del alma y
sostiene la imposibilidad de un castigo o de una recompensa post
mortem; plantea la idea de que la Biblia es una obra escrita por
diversos autores y constituye una composición histórica, por lo tanto,
no revelada; no acepta de ningún modo la noción de pueblo elegido y
lo establece claramente en el Tratado teológico-político; enseña una
moral hedonista de la alegría más allá del bien y del mal; no acepta el
odio judeocristiano a sí mismo, al mundo y al cuerpo; pese a ser judío,
encuentra cualidades filosóficas en Jesús. Pero nada de eso lo
convierte en un negador de Dios o en un ateo...

La lista de los desdichados muertos por ateísmo en la historia de la
humanidad, que incluye sacerdotes, creyentes y practicantes,
sinceramente convencidos de la existencia de un Dios único, católicos,
apostólicos y romanos; la de los seguidores del Dios de Abraham o de
Alá, también pasados por las armas en cantidades increíbles por no
haber practicado una fe dentro de las normas y las reglas establecidas;
la de los seres anónimos, que no fueron rebeldes u opositores de los
poderes monoteístas, ni refractarios ni reacios; todas esas
compatibilidades macabras ponen de manifiesto lo siguiente: el ateo,
antes de ser calificado como negador de Dios, sirve para perseguir y
condenar el pensamiento del individuo libre, aun de la manera más
ínfima, de la autoridad y de la tutela social con respecto al
pensamiento y a la reflexión. ¿El ateo? Un hombre libre ante Dios -
incluso para negar de inmediato su existen

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