miércoles, 31 de octubre de 2007

"El uso de las distinciones" por Jacques Rancière

Traducción de la intervención de Jacques Rancière en la jornada organizada en torno de la “partición de lo sensible” el 5 de junio de 2004 en el Colegio Internacional de Filosofía, a la iniciativa de Jean-Clet Martin, publicado en la revista Failles, nº2, primavera 2006.

Aquí en esta corta conferencia Rancière resume el sentido de su trabajo, y lo que hay en juego respecto de otros cercanos (Agamben, Badiou, Negri, Zizek...). Podemos entender mejor qué significa esa "pasión de la igualdad", como dice Badiou, tanto en arte como en política, como en la propia práctica accidental de la filosofía que lleva a cabo Rancière. Y cómo Rancière afirma, frente a todas "las dramaturgias de la superpotencia", que lo que rompe el consenso es la misma democracia, entendida de una manera bastante loca, mutante y anárquica: la sustituabilidad, que al extenderse por la superficie de lo sensible y lo inteligible, acaba con todo lo "propio". Su posición es importantísima frente a todos esos cantos demasiado fáciles y cómodos sobre las multitudes y las diferencias y los otros que vemos por todas partes hoy. Como dice Schuhl "oh tú, el más reemplazable de los seres", Rancière también en esta línea, la línea de lo sustituible, cuando más sustituíble sea algo mejor, menos se lo puede quedar alguien, más se desplaza par toda la superficie, más redibuja las particiones, más diversión para todos.





Debo entregarme aquí a un ejercicio complejo. Tengo que responder, como autor de mi discurso y poseedor de su significación a las interpretaciones que otros han propuesto y a las críticas que ellos le han dirigido. Pero también debo tomar yo mismo la posición del otro, tratar de instalarme en la distancia desde donde sería posible fijar una perspectiva sobre mi trabajo y proponer una posible coherencia.

Para responder a esta doble obligación, trataré de apuntar, en los objetos de mi trabajo y los procedimientos que les aplico, ciertas constantes a las cuales responden otras constantes en las cuestiones críticas que ha podido suscitar. Comenzaré con un punto modal que es mi uso de las distinciones conceptuales: por ejemplo política y policía o bien régimen estético y régimen representativo del arte. Dos rasgos las caracterizan: primeramente, estas distinciones se proponen en lugar de otras distinciones, y contra ellas. Operan menos una clasificación diferente que una desclasificación. Esto quiere decir, y este es el segundo rasgo unido al primero que intentan volver a poner en cuestión la distribución recibida de las relaciones entre lo distinto y lo indistinto, lo puro y lo mezclado, lo ordinario y lo excepcional, lo mismo y lo otro.

Tomemos la distinción que ha hecho correr más tinta: la que opone política y policía. Se la ha tomado a menudo por una nueva versión de oposiciones conocidas: espontaneidad y organización o acto instituyente contra orden instituido. Se trataría, en pocas palabras, de oponer una esfera de actos puros de la igualdad al orden del mundo. Se responde entonces que estos actos puros están condenados sea a permanecer en su espléndido aislamiento, sea a perderse en lo instituido, aunque inscriban la nostalgia de lo instituyente.

Yo he contribuido sin duda a acreditar esta interpretación. Pero sin embargo la introducción de este par conceptual se operó en un contexto bien definido que le da un sentido totalmente diferente. Este contexto es el de una crítica del tema dominante de los años ochenta: el “retorno” de la filosofía política. Criticando este retorno, es la idea misma de filosofía política la que he tomado como blanco. Es cierta idea de la política “en sí misma” y cierta manera en que este propio de la política se ha opuesto a un otro. La distinción política/policía dice que la política viene siempre después, incluso si su principio -la igualdad- es lógicamente primero, que ella no es nunca un acto originario sino una identidad paradójica de los contrarios. En efecto toda propiedad común de la que se querría deducir la comunidad política se presenta dividida, como he mostrado a propósito de la deducción aristotélica del animal lógico al animal político, y de la división misma del primero según que él posea el hexis o sólo el aisthesis del lenguaje. Entonces, si esta oposición aísla la política, es para separarla de todo principio uno de la comunidad del que ella sería la efectuación directa. Ahora bien, separar este uno, es también separar dos figuras del dos, dos maneras de oponer la pureza de la política a una cierta impureza. La primera figura refutada es la que fue vehiculada por la tradición marxista. Ésta opone la pureza ilusoria de los significantes y de las instituciones de la política a la realidad impura de la que ella es la expresión y la máscara. Ella opone a sus apariencias la realidad de los procesos económicos y los conflictos de clase. Tras el joven Marx, ella apela de la democracia formal a la democracia real, y de la revolución política a la revolución “humana”.

Oponiéndose a esta distinción, la pareja política/policía refuta también la otra gran figura del dos que no es en el fondo más que la inversión del esquema marxista. Esta segunda figura se presenta como la oposición entre la distinción ―y entonces la libertad― política y la indistinción ―o la necesidad― social, o incluso como la oposición del “vivir juntos”, del “bien vivir” o del “bien común” al simple vivir. Mis Tesis sobre la política toman por blanco explícito el ideal arendtiano de la “vida política”, su oposición de la política y de lo social. Mi objeción fue que es precisamente la lógica anti-política, la lógica de la policía la que aísla así una esfera propia reservada a los actos políticos ―esto es, finalmente, a los seres para los que la política es su asunto o su destinación propia. Tal como yo la entiendo, la política es, al contrario, la actividad que vuelve a trazar las líneas, que introduce casos de universalidad y de las capacidades para formular lo común en lo que era el universo privado, doméstico o social.

La oposición política/policía vuelve a poner en cuestión todo principio de una repartición positiva de las esferas y de las maneras de ser. No hay dominio de lo político opuesto al de la oscuridad doméstica y social. De igual modo, no hay la apariencia de un lado y la realidad del otro. La apariencia no es la máscara de una realidad. Es una configuración efectiva de lo dado, de lo que es visible, y entonces de lo que puede ser dicho de lo dado y hecho en relación a lo dado. Se sigue igualmente que no hay de un lado la esfera de las instituciones policiales, y del otro las formas de manifestación puras de la subjetividad igualitaria auténtica. No está la comedia “democrática” y parlamentaria de un lado, y del otro, la potencia comunitaria heterogénea encarnada en un grupo o un mundo colectivo propio. Desde el momento en que la palabra igualdad se inscribe en el texto de las leyes o en los frontones de los edificios, desde el momento en que un Estado instituye procedimientos de igualdad ante una ley común o de recuento por igual de las voces, hay una efectividad de la política, incluso si esta efectividad está subordinada a un principio policial de distribución de las identidades, de los lugares y de las funciones. La distinción de la política y de la policía opera en una realidad que conserva siempre una parte de indistinción. Es una manera de pensar la mezcla. No hay un mundo político puro y un mundo de la mezcla. Hay una distribución y una redistribución.

La oposición de los régimenes estético y representativo del arte es, del mismo modo, una manera de volver a poner en duda identidades y alteridades: identidad del arte y oposiciones en el seno de las cuales se le ha hecho funcionar o que se hecho funcionar en su seno. Se trata de poner en duda la univocidad ahistórica de nociones como “el arte” o “la literatura” y, correlativamente, la manera en la que se definen los cortes temporales. Pues el discurso dominante sobre el arte ―el discurso modernista― hace un uso muy extraño de la relación entre el tiempo y la eternidad. Plantea la ahistoricidad del concepto, separando lo propio del arte de los discursos sobre el arte. Pero este arte ahistórico aparece, a la inversa, como el término de una teleología histórica: con Mallarmé, Mondrian o Schönberg, el arte se convertiría finalmente en su realidad en esta actividad autónoma que siempre ha sido en su concepto. Así la pretendida recusación del “historicismo” conduce al uso masivo de una teleología de la historia. Planteando régimenes históricos de identificación, trato precisamente de recusar esta ligazón de lo ahistórico y lo teleológico. Por un lado el arte no siempre ha existido, en singular, como realidad unívoca. Siempre ha habido artes, en el sentido de saber-hacer. Ha habido a veces divisiones como la que opone las artes liberales a las artes mecánicas. Pero el arte o la literatura, tal como nosotros los conocemos, no existen sino desde hace dos siglos apenas. Existen no como maneras de hacer radicalmente nuevas, sino como regímenes de identificación nuevos. Cuando Madame de Staël lanza, en su nuevo sentido, la palabra literatura, se cuida mucho de precisar que con ella no propone ningún cambio a las poéticas codificadas por los teóricos de las Bellas Letras. Todo lo que ella cambia, es, dice, la concepción de la relación entre las Letras y las sociedades. No hay, de hecho, ningún punto histórico de ruptura a partir del cual sería imposible escribir o pintar a la antigua manera o necesario hacerlo a la nueva, ningún punto de no-retorno donde se bascularía de un arte de la representación a un arte de la presencia o de lo irrepresentable. En su lugar hay una lenta reconfiguración que da a las mismas maneras de hacer ―una metáfora, una pincelada, un uso de la luz y las sombras― una visibilidad y una forma de inteligibilidad nuevas a partir de las cuales las nuevas maneras de hacer se imponen. Dicho de otra manera, la concepción de los régimenes del arte recusa la idea de una ruptura histórica en los constituyentes del arte. Recusa así los juegos de oposición bajo los cuales se ha querido pensar la idea de la “modernidad” artística: transitivo/intransitivo, presencia/representación, representación/irrepresentable. Estos conceptos pretenden designar entidades constitutivas o principios constituyentes distintos entre dos momentos y dos formas del arte. Pero la distinción es puramente imaginaria. No efectúa ninguna distinción real. “El sol comenzaba a alzarse”, la frase que abre Las olas de Virginia Wolf no es más intransitiva que “la aurora de rosáceos dedos” homérica. Y la primera frase de La especie humana de Robert Antelme “Fui a mear; todavía era de noche” no tiene más que ver con lo irrepresentable que el verso de Ifigenia que es su modelo lejano: “Sí, soy Agamenón, soy tu rey que te despierta”.

Las nociones de transitivo y de intransitivo no designan ninguna diferencia real, repiten solamente la presuposición de que a partir de cierto momento el arte ya no es lo que era y que, no siendo ya lo que era, se convierte finalmente en lo que es en sí mismo, en una clara oposición a lo que no es: una inmovilidad opuesta a una circulación, una realidad autónoma opuesta a lo que no es más que un medio para otra cosa.

Queda por saber lo que vuelve esta presuposición de la identidad del arte y de la diferencia del arte nuevo tan insistente. Mi respuesta es la siguiente: esta insistencia resulta precisamente del quebrantamiento de los sistemas de distinciones por los cuales las cosas del arte eran clasificadas y juzgadas. Pues es precisamente esto lo que "representación" significaba: no un tipo de procedimiento artístico, un constituyente propio o una textura ontológica específica de las cosas del arte, sino un conjunto de leyes de composición de los elementos, comprendidos en un régimen de identificación de lo que hacen las artes y lo que las distingue de las otras maneras de hacer. Esta es la paradoja de la autonomización del arte: significa el desvanecimiento de toda frontera estatutaria entre el adentro y el afuera. Para que la no-representación o lo irrepresentable pueda plantearse como esencia del arte, hace falta que el arte, a la inversa, sea sometido a un régimen dominante donde todo es representable, y representable de cualquier manera. Es precisamente ahí donde no hay diferencia normativa entre buenos y malos temas, géneros nobles y viles, expresiones propias e impropias, es ahí donde la "diferencia" del arte viene a decirse como imposibilidad o prohibición de la representación y donde nace la preocupación de inventar un modo de lenguaje propio a la literatura. Se podría hablar de una ilusión transcendental en sentido kantiano: una ilusión de algún modo necesaria, inducida por el funcionamiento mismo de nuestras categorías ordenadoras.

Pero el hecho de que una ilusión sea necesaria no vuelve más válida su pretensión de hacernos conocer algo. Por un lado, los criterios de lo “propio” del arte y de lo propio de la modernidad artística tienen un valor cognitivo nulo. Repiten solamente la presuposición de este propio. Pero también este propio del arte no le es en nada propio. Las parejas presencia/representación o transitivo/intransitivo sólo hacen funcionar dos veces la simple diferencia de lo mismo y de lo otro, invirtiendo los valores de lo positivo y de lo negativo. Pero, detrás de este juego formal, es fácil reconocer las figuras dominantes de la tradición religiosa occidental: la “presencia”, es el espíritu convertido en carne que anula la distancia entre la letra y la ley; lo irrepresentable, es el nombre impronuciable del Dios infigurable que habla en la nebulosa. Del mismo modo que la ahistoricidad del arte tiene por complemento la teleología, la afirmación de lo propio del arte conduce a identificar este simple propio a la figura de la alteridad religiosa. Distinguir regímenes entonces, no es decir que a partir de tal o tal momento no se puede hacer arte de la misma manera, que en 1788 se estaba en el régimen representativo y en 1815 en el régimen estético. La distinción no define épocas sino funcionamientos; no oposiciones de principios constituyentes sino oposiciones de lógicas, de leyes de composición, de modos de percepción y de inteligibilidad; no principios de exclusión sino principios de coexistencia. Se puede definir históricamente la emergencia del régimen estético del arte como ley de funcionamiento global, pero sus elementos tienen temporalidades diferentes y la ley global autoriza todos los "anacronismos" de funcionamiento: la abstracción pictórica es en principio una manera de ver el Corro nocturno de Rembrandt o un Descenso de la Cruz de Rubens; e inversamente las directivas de los grandes productores hollywoodienses a sus directores son fieles a los principios según los cuales Voltaire y Diderot podían corregir a Corneille o a Greuze. Lo que caracteriza el régimen estético del arte, es la multi-temporalidad, la ilimitación de lo representable y el carácter metafórico de sus elementos. No hay un momento en el que las gamas de color cazan a las mujeres desnudas y a los caballos de batalla (Maurice Denis). Hay más bien un principio de sustituibilidad ilimitada entre un brochazo, una mancha de azul, una blusa, un efecto de luz, un reflejo, la representación de un cuerpo de mujer, un testimonio de la vida burguesa en Holanda o las distracciones populares parisinas, el homenaje de un pintor a otro pintor, etc.; entre un amor, una metáfora, una dosis de ultravioleta (Epstein), un ralentí, una aceleración, una caída de frases o un corte entre dos planos.

Esto no quiere decir que estemos en el reino de “no importa qué”. O más bien, el “no importa qué” es una relación determinada entre un quod, una importancia y una negación. Esta relación determinada de los contrarios define lo que yo he llamado un sensible de excepción, un sensible diferente de sí mismo habitado por un pensamiento diferente de sí mismo. De las fórmulas de los artistas a los enunciados de los filósofos es una constante del régimen estético esta coincidencia de lo hecho y lo no hecho, de lo sabido y de lo no sabido, de lo querido y de lo no querido.

¿Qué distingue este pensamiento de otros pensamientos de la excepción artística? Tomemos como punto de comparación una fórmula de Alain Badiou: "La verdad de la que el arte es el procedimiento es siempre verdad de lo sensible en tanto que sensible”. La diferencia es que no hay para mí sensible en tanto que sensible. Lo que nos enseña Kant, es que hay sensibles. Un sensible siempre es una cierta configuración entre sentido y sentido, un cierto sentido de lo sensible. Y, en particular, lo sensible del arte y lo sensible de lo bello no se conjuntan que según un modo disensual, ya que el arte no puede hacer otra cosa más que saber y querer mientras que lo bello no puede ser pensado sino como lo que no resulta de un saber y de un querer. Hay entonces dos maneras de pensar esta separación. Se puede tratar de reducirla con el fin de plantear una esencia unívoca del arte que sea “verdad de lo sensible en tanto que sensible”. Esta reducción de la alteridad de lo sensible a sí mismo no se puede entonces hacer sino en provecho de un mismo que toma la figura del otro. La verdad de lo sensible es entonces la de ser “acontecimiento de la idea”. Traducido en términos kantianos, toda estética es estética de lo sublime, una estética auto-desvaneciente, esto es, en definitiva, una ética. La segunda manera consiste en habitar la separación. Es lo propio de lo que Kant llama “idea estética” y de lo que yo por mi parte he llamado frase-imagen. Las ideas estéticas son invenciones que transforman lo querido en no querido, lo sabido en no sabido, lo hecho en no hecho. Son invenciones que dan al arte su sensible, sea eso que podemos llamar su ontología. Dicho de otra manera, la ontología del arte bajo el régimen estético, es eso que tejen las invenciones de las artes instituyendo su disenso, poniendo un mundo sensible en otro: el mundo sensible donde la imaginación obedece al concepto en el mundo sensible donde entendimiento e imaginación se relacionan la una con la otra sin concepto. Esta ontología tiene entonces una estructura notable: las invenciones artísticas construyen la efectividad de la diferencia ontológica que ellas mismas presuponen. Construir la efectividad de eso que se presupone, se llama verificación. Las artes verifican en su práctica la ontología que las vuelve posibles. Pero esta ontología no tiene otra consistencia que la que es construida por las verificaciones.

En la distinción de los regímenes de las artes, como en la de la política y de la policía, mi enfoque es el mismo: el de un pensamiento crítico, en el sentido kantiano: pensamiento de eso que vuelve posibles las diferencias que instituyen tal o tal dominio sensible, lo que quiere decir también tal o tal dominio inteligible, como el arte o la política. Un pensamiento crítico, es también un pensamiento que permite pensar estos dominios como instituidos por operaciones críticas, por disensos. Esto quiere decir que estos dominios tienen una existencia litigiosa. No descansan sobre ninguna diferencia fundada en la naturaleza de las cosas o la disposición del Ser. Su existencia diferencial está sometida a formas de verificación que son siempre alteraciones, procesos de pérdida de un cierto mismo: procesos de desidentificación, de desapropiación o de indiferenciación.

Lo que diferencia lo que yo he tratado de hacer de lo que han hecho cierto número de otros que tienen una experiencia histórica cercana y problemas o formulaciones vecinas, es una distancia en el pensamiento de lo heterogéneo, una manera de pensarlo sin asignarlo a una potencia ontológica otra. He tratado de pensar la heterogénesis bajo la forma de un pensamiento y de una actividad que producen choques de mundos, pero choques de mundos en el mismo mundo: redistribuciones, recomposiciones o reconfiguraciones de los elementos. Está claro, en efecto, que la preocupación del disenso me es común a muchas otras personas. Pero yo la he comprendido de otra manera a ellas. Casi todos los autores, vivos o muertos, que construyen hoy la actualidad del disenso comparten en efecto una misma idea del consenso y dan el mismo nombre a su figura política. La llaman democracia. Pensadores tan diferentes como Arendt y Lyotard, Badiou, Agamben o Milner tienen en común cierta idea del consenso como democracia, esto es como la igualdad aritmética de Platón, el régimen de la mezcla indistinta o indiferente. La democracia es para ellos el régimen del recuento indiferente, parecido a la circulación de las mercancías o al “goteo uniforme de tinta” que caracteriza el periódico según Mallarmé. Ella es el poder del mal múltiple que circula intercambiándose en suma nula y reproduciéndose de manera idéntica. Estos pensadores oponen la potencia de la diferencia: el buen múltiple, el que contiene un principio de alteridad, una potencia suplementaria. Ésta puede ser una superpotencia: potencia arendtiana del comienzo o vitalidad de las múltitudes (Negri), o bien una suplementariedad no intercambiable (el acontecimiento de verdad de Badiou o el uno-de-más de Milner). Fundan entonces la política sobre esta superpotencia o este suplemento o bien le oponen otro principio de la comunidad (el gobierno pastoral de Milner). Oponen a la democracia un principio de heterogeneidad. La heterogeneidad puede ser una figura del ser del ente ―infinito o multitudes, fundando una verdadera política o una superación de la política en el comunismo. Puede, al contrario, identificarse a otra cosa que el ser, haciendo encallarse a la potencia comunitaria. Yo, por mi parte, he tomado esta lógica a contrapié. He tomado el partido singular de dar a la potencia de lo heterogéneo o del uno-de-más el nombre de démos y de plantear en consecuencia la democracia como opuesto del consenso. Es una manera de decir que no hay heterogéneo real, no hay principio ontológico de la diferencia política o de la diferencia en relación a la política, no hay arkhè o anti-arkhè. Hay, en su lugar, un principio de igualdad que no es lo “propio” de la política y que no tiene mundo propio más que el que trazan sus actos de verificación. Los sujetos políticos no están definidos por el ejercicio de una potencia otra o de una superpotencia sino por la manera en que las formas de subjetivación reconfiguran la topografía de lo común. Esto es que la heterogeneidad política es de composición y no de constitución. Esta concepción de lo heterogéneo descansa sobre otra idea de lo homogéneo, otra idea del consenso. Desde mi punto de vista, lo que define al consenso, no es la mezcla indiferente de los equivalentes. Es la idea de lo propio y la distribución de los lugares de lo propio y de lo impropio que esta idea implica. Es la idea misma de la diferencia entre lo propio y lo impropio, que sirve para separar lo político de lo social, el arte de la cultura, la cultura del comercio, etc. Lo que entonces rompe el consenso ejerciendo el poder del uno-de-más, es la sustituibilidad. Es, en arte, la posibilidad para una metáfora o para un juego de luz y de sombra de ser sólo una metáfora o un efecto de luz o de ser la potencia de un amor o un testimonio sobre un tiempo y un mundo. Es la posibilidad de ser una obra pura y una mercancía. En política, es el démos como abolición de toda arkhè, de toda correspondencia entre los lugares de gobernante y de gobernado y una “disposición” a ocupar estos lugares. El uno-de-más es la potencia de lo indistinto que deshace las particiones recusando la fijeza de los lugares de lo mismo y de lo otro.

No hay entonces sujeto que tenga como propia la potencia de ruptura o de desconexión, no hay sujeto que ejerza una potencia ontológica de la excepción. La excepción es siempre ordinaria. Querer, a la inversa, realizar la excepción de lo "propio", es comprometerse en un proceso donde este propio acaba por desaparecer en la indiferenciación ética. Evocaré brevemente aquí dos ejemplos de esta dialéctica de lo propio. Es, por un lado, la auto-anulación de la diferencia política a la Arendt en Agamben; por otro lado, la auto-anulación del pensamiento modernista de lo propio del arte en Lyotard. Se sabe cómo Agamben retoma la crítica arendtiana de los Derechos del Hombre y del ciudadano, esto es la idea de un engaño inherente a la división misma del sujeto político entre hombre y ciudadano. Retoma la estructura del dilema que Arendt aplica a estos Derechos: o bien los derechos del ciudadano son los derechos del hombre. Pero el hombre como tal, el hombre desnudo, simplemente hombre, no tiene ningún derecho como muestra el ejemplo de los refugiados. Luego los Derechos son puro engaño. O bien, a la inversa, los derechos del hombre son de hecho los derechos del ciudadano, los que le corresponden por su pertenencia a un Estado. La diferencia es entonces una simple tautología. La razón de este dilema, es, para Arendt, la confusión entre la política y la vida no política, la confusión de las dos vidas (bios y zoè). Desde mi punto de vista, hay política precisamente donde se pone en cuestión esta partición. Y el intervalo entre hombre y ciudadano es el operador de esta repartición. Si, al contrario, se quiere separar realmente las dos vidas, distinguir realmente lo político y lo social, el resultado no puede ser sino asimilar lo "político puro" a la esfera de la acción estatal. Esto puede hacerse, a la manera dulce: el "retorno" de lo político y las peroratas sobre el “vivir juntos” y el bien común finalmente destinadas a la exaltación del plan Juppé. Esto puede hacerse al modo pesimista de la teoría del estado de excepción donde el habeas corpus y los Derechos del Hombre encuentran su verdad en el genocidio nazi, el cual se revela homogéneo a nuestra ordinaria democracia. Estado de excepción y vida nuda son entonces los nombres de una modernidad donde todas las diferencias se suprimen y donde no se deja ningún intervalo para la práctica política.

Es la misma dialéctica la que está en obra cuando Lyotard opone las producciones del arte, puestas bajo el signo de lo sublime, a las formas de la circulación cultural y mercante. Reenvío aquí a su polémica contra el trans-vanguardismo. Mezclar sobre una misma tela motivos realistas, abstractos e hiperrealistas, es, según dice, hacer triunfar el gusto de los críticos y de los marchantes. Ahora bien, este gusto no es un gusto. Hay que postular entonces una diferencia real entre el sensorio del arte y el del “comercio” cultural y mercante. Pero sólo hay un medio para conferir a un sensible una diferencia real: es hacer de él el lugar de la manifestación de una potencia heterogénea, de una potencia suprasensible dicho de otra manera. Es exactamente lo que pasa en Lyotard. La potencia heterogénea se da en principio como el choque del aistheton. Pero este aistheton que se presenta en principio como el quale de un dato sensorial irreductible se revela de hecho un puro indeterminado: “el acontecimiento de una pasión”, dice Lyotard: la pura potencia de lo insustituible o de lo no-reciprocable, la potencia de lo que no circula. No hace falta mucho tiempo entonces para que, por la mediación de la Cosa lacaniana, el choque del aistheton se acabe pagando a cuenta de la ley mosaica. Lo "propio" del arte que se trataba de preservar es pura alienación: es propio en cuanto puro testimonio de la potencia del Otro y de una deuda irredimible respecto de esta potencia. Querer realizar, contra la mezcla “democrática”, comunicacional o mercante, la pura diferencia del arte conduce a abismar esta diferencia en la posición ético-religiosa de la relación al absolutamente Otro.

Ahí se encuentra lo que me parece caracterizar nuestro presente: la desaparición tendencial de las diferencias de la política y del arte, pero también del derecho y de la moral, en la indistinción ética. Ahora bien, este devenir-indistinto me parece poder ser rigurosamente pensado como el resultado paradójico de una absolutización de la distinción. Es el integrismo de lo propio que se invierte en fundamentalismo de lo absolutamente otro. La voluntad de realizar la distinción obliga a confiar el poder de distinguir a una superpotencia del disenso o de la ruptura. La escena filosófico-político-estética se convierte entonces en la del conflicto de las superpotencias: superpotencia de las multitudes que son el corazón del Imperio y la fuerza que lo destrozará (Negri); de la verdad infinita que transita en los colectivos políticos o las obras de arte (Badiou); del estado de excepción que dispone la vida nuda (Agamben); de la Cosa y de la Ley (Lyotard); de la libertad abisal que se experimenta en el encuentro con el horror de la Cosa (Zizek). Todas estas superpotencias en competición son el precio de una sola y misma superpotencia: esa superpotencia de lo verdadero que antaño estaba garantizada por la superpotencia de las “fuerzas productivas” que se garantizaba a su vez en la célebre fórmula de Lenin: “La teoría de Marx es todopoderosa porque es verdadera”. Hubo un tiempo feliz en el que esta todo-potencia definía una bella cadena de equivalencias. La potencia de la teoría era la potencia de lo verdadero, que era potencia de la estructura, la de las masas y la de la historia. Cuando estas potencias se disyuntaron, la superpotencia tomó diversas figuras. Está en primer lugar la figura dominante que sirve de referencia o de tope a las otras: la potencia de la estructura se ha convertido en la potencia de la Cosa, la de la verdad como alteridad irreductible que agujerea la cadena del saber. La self-fulfilling prophecy de Lacan se ha cumplido grosso modo: los revolucionaron que buscaban una verdad maestra la han encontrado en esta figura de la absoluta alteridad. Este enfrentamiento ha dado lugar a diversas estrategias. Estrategias de desvío, como la que ha exigido a otro psicoanálisis y a otro inconsciente el medio de reafirmar la superpotencia inmanente de las fuerzas productivas (Negri); estrategias de desvío y de forzamiento, como la polimerización de la pegada de lo verdadero en el procedimiento de las verdades infinitas (Badiou) o el retorno del horror en la afirmación de la libertad abisal (Zizek).

Todos estos reajustes de la todo-potencia de lo verdadero tienen un punto en común. Resitúan la potencia del disenso como un principio ontológico de la diferencia real: prolijidad del Ser, paso del Infinito, pegada de la Idea, encuentro del Horror y/o de la Ley. Afirman una potencia ontológica ―o eventualmente contra-ontológica― del Otro que autoriza el salto fuera de la serie ordinaria de la experiencia consensual. Se funda aquí esta extraña figura contemporánea del dogmatismo apofántico que da los buenos nombres y las buenas fórmulas al nombre de lo Real que dispersa todos los nombres. Sucede que, mientras se operaban estos encuentros con la superpotencia y estos desvíos de la superpotencia, yo estaba ocupado en otra parte, en otra cosa. Trataba entonces de comprender la potencia de algunas palabras como proletario o emancipación. Trabajaba sobre los encuentros, fronteras y pasajes que tuvieron el efecto de separar individuos de la esfera de la experiencia sensible que les estaba asignada. Más entonces que sobre el nombre del Otro y la forma matricial del encuentro con el Otro, yo trabajaba sobre procesos de alteración, de redistribución de los lugares y de recomposición de las formas de la experiencia. Más que a la superpotencia de lo verdadero desgarrando el tejido del saber, yo me dedicaba a las presuposiciones y a las verificaciones de la igualdad de las inteligencias. No era una distancia de principio. Simplemente, las cosas pasaron así. Para pensar lo que era mi asunto en ese momento, la reformulación de la superpotencia que se hacía en otra parte, sin que se me informara, no podía servirme de nada. Me ocupé entonces solamente en elaborar las nociones y las distinciones que me permitían dar cuenta de estos procesos de alteración y de estos procedimientos de verificación.

Con el tiempo, me pareció que esta limitación o este defecto tenía también sus virtudes. Por una parte permitía comprender cierto número de cosas que permanecían opacas en las dramaturgias de la superpotencia o que éstas debían ignorar para limitarse a los casos ejemplares sobre los cuales podían funcionar sus axiomas de ruptura. Por otra parte, sustituyendo una topología de los posibles, de sus desplazamientos y recomposiciones, a los protocolos de la eficacia de la superpotencia, mantenían abierto el espacio de las invenciones de la política y del arte en el momento crítico en el que las grandes teleologías se invertían, en el que la necesidad económica marxista se convertía en la necesidad del mercado mundial capitalista, en el que "el retorno de la política" era la bandera cubriendo la empresa consensual del borrado de la política, en el que las promesas de emancipación atribuidas a la modernidad artística se transformaban en testimonios de la alienación inmemorial, y en el que resonaba un poco por todas partes el discurso del final. En esas circunstancias, afirmar la potencia de la igualdad de las inteligencias y la exigencia de su verificación, la dispersión democrática de la lógica circular de la arhkè y la tensión de los contrarios en el seno del régimen estético del arte me pareció más provechoso que profundizar en la experiencia supuestamente radical de lo heterogéneo. He podido, en efecto, observar, como todos nosotros, la manera en que las formas supuestamente más radicales de afirmación de la diferencia artística o política se transformaban en su contrario, la radical indistinción ética: inversión de la radicalidad modernista en el culto nostálgico de la imagen o del testimonio; inversión de la pureza reivindicada de lo político en puro consentimiento a la gestión de la necesidad económica, incluso en legitimación de las formas más brutales del imperialismo guerrero.

Me he visto conducido entonces a considerar que mi rechazo a ontologizar un principio de lo heterogéneo, mi rechazo de las ontologías de la superpotencia no era una capitulación vergonzosa ante los deberes de la filosofía o el ejercicio parasitario de la histérica viviendo de la deconstrucción del discurso del amo, sino el ejercicio consecuente de otra idea de la filosofía. Esta idea de la filosofía es homogénea a lo que he podido desarrollar como idea de la política o del arte. Concibe la filosofía no como el edificio que hay que construir para dar a las diversas prácticas su dominio y sus principios, ni como una tradición histórica meditando sobre su clausura sino como una actividad accidental. No una actividad necesaria inscrita en la naturaleza de las cosas, exigida por el requerimiento del Ser, apelada por las necesidades de las otras ciencias y actividades, o conducida por un destino historial, sino una actividad aleatoria, suplementaria que, como la política o el arte, habría podido del mismo modo no ser. Una actividad sin legitimidad y sin lugar propio, porque su nombre propio es ya un homónimo problemático, en el cruce de diferentes discursos y diferentes razones. Este cruce se realiza bajo el signo del desacuerdo, como lo he definido en el opúsculo que lleva ese nombre: el conflicto sobre los homónimos, el conflicto entre el que dice blanco y el que dice blanco.

La filosofía, tal como la concibo, es el lugar de esta actividad, condenada por una homonimia problemática a trabajar sobre las homonimias: hombre, política, arte, justicia, ciencia, lenguaje, libertad, amor, trabajo… Ahora bien, hay dos maneras de tratar los homónimos. Una es proceder a su purificación, definir el buen nombre y el buen sentido que ahuyenta los malos. Es a menudo la práctica de las ciencias llamadas humanas o sociales, que se jactan de dejar a la filosofía los nombres vacíos o definitivamente equívocos. Es a menudo también la tarea que se dan los filósofos mismos. La otra manera considera que toda homonimia dispone un espacio de pensamiento y de acción, que el problema entonces no consiste en restituir los prestigios de la homonimia ni en situar los nombres en indeterminación radical, sino en desplegar los intervalos que ponen a trabajar la homonimia.

Así se define cierta práctica disensual de la filosofía como actividad desclasificante que pone en cuestión la policía de los dominios y de las fórmulas, no por el solo placer de deconstruir los discursos del amo, sino para pensar las líneas según las cuales las fronteras y los pasajes se construyen, según las cuales son pensables y modificables. Esta práctica crítica de la filosofía es indisolublemente una práctica igualitaria, o anarquista, que devuelve el argumento, el relato, el testimonio, la investigación o la metáfora a la igualdad de invenciones de la capacidad común en la lengua común. La crítica de las particiones instituidas abre entonces la vía de una interrogación renovada sobre lo que podemos pensar y lo que podemos hacer.

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