miércoles, 31 de octubre de 2007

"Elección y razón democrática" por Jacques Rancière




La elección presidencial no es la encarnación del poder del pueblo. Es lo contrario.

Esta eleccíon presidencial, como las precedentes, da a los médicos benévolos o interesados la ocasión de retomar la canción triste de la crisis o del malestar de la democracia. Hace cinco años, se encolerizaban con esos electores inconscientes que votaban según su gusto personal a “candidatos de protesta” y no como ciudadanos responsables a “candidatos de gobierno”.

Hoy, denuncian el imperio de los medios que “fabrican” las presidenciales como se lanza un producto. Denunciando lo que consideran como una perversión de la elección presidencial, confirman el postulado que afirma que esta elección constituye efectivamente la encarnación suprema del poder del pueblo.

La historia y el buen sentido enseñan sin embargo que esto no es así de ningún modo. La elección presidencial directa no ha sido inventada para consagrar el poder popular sino para contrarrestarlo. Es una institución monárquica, un desvío del sufragio colectivo destinado a transformarlo en su contrario, la sumisión a un hombre superior que sirve de guía a la comunidad. Ha sido insitutuída en Francia en 1848 como contrapeso a la potencia popular. Los republicanos creyeron limitar el riesgo con un mandato de cuatro años no renovable. El golpe de Estado de Luis Napoleón hizo prevalecer el espíritu monárquico de la institución sobre su forma republicana.

Después de 1870, no se habló de ella hasta que de Gaulle la restableció en 1962. Se trataba, según decía, de dar a la nación un guía más allá de los partidos. Se trataba en realidad de dar todo el poder a este guía poniendo el aparato entero del Estado al servicio de un partido minoritario. Toda la izquierda entonces lo comprendió y votó contra esta institución.

Aparentemente, todos lo han olvidado: los socialistas que descubrieron, con las ventajas prácticas del sistema, los encantos privados de la vida de la corte; los comunistas y la extrema izquierda que encontraron en ella los medios de rentabilizar sus voces en vista de los repartos de circunscripciones o de hacer un poco de propaganda para su empresa. Nada sorprendente que todos, o casi todos, se unieran en coro en 2002 para plebiscitar al candidato de esta “democracia”.

Hoy como ayer, sin embargo, la elección presidencial es la caricatura de la democracia. La reconduce al modelo económico que gobierna nuestro mundo, la ley de la presunta competencia al serivicio de la “elección racional” de los individuos. Se supone que el poder de la inteligencia de cada uno y el poder de la decisión colectiva se ejercen eligiendo a un individuo de virtudes exactamente antagónicas: representante de su partido e independiente respecto de los partidos, volcado a la escucha de nuestros “problemas” y capaz de imponernos las leyes de la ciencia gubernamental.

Se supone que se valida al mismo tiempo un carisma personal y la racionalidad de un programa, fabricado sobre la base de los pequeños pedazos de valoraciones aportados por los especialistas en cada dominio, cifrando lo que se va a gastar en salud o en justicia, en empresa o en alojamiento, repartiendo por anticipado los beneficios de un crecimiento por venir que depende de la confianza que “los mercados” apetezcan acordar a tal patchwork de valoraciones y de promesas más que a tal otro.

Algunos creen elevar nuestra participación colectiva “interpelando” a los candidatos y pidiéndoles compromisos para la creación de tal enseñanza, el sostén de tal actividad artística o el desarrollo de tal tipo de tratamientos.

La “vigilancia democrática” que pretenden ejercer de este modo no hace sino consagrar la dimisión colectiva en provecho de una sabiduría suprema a la que se supone velar al mismo tiempo por los grandes problemas del planeta y por la distribución de cada céntimo entre cada grupo de presión.

El modelo económico de la libre elección y de la libre competencia que algunas voces complacientes oponen a los rigores del intervencionismo es de hecho exactamente homólogo a las formas de la influencia estatal sobre nuestros pensamientos y nuestras decisiones. ¿Quién pretenderá determinar la balanza entre los beneficios y los costes de las medidas propuestas por cada candidato en justicia y transportes, en educación y salud? ¿Quién sabrá calcular la relación entre el equilibrio interno de los programas, la autoridad que se presta a éste o aquél que debe encarnarlos y la “confianza de los mercados”? Quien pretenda hacerlo honestamente se verá naturalmente conducido a la abstención. La elección es, de hecho, entre la abstención y la decisión de entregarse votando a los que se declaran más capaces que nosotros para hacer el cálculo.

El poder que se ejerce votando a tal o cual no es la elección racional del más capaz, es simplemente la expresión del sentimiento vago de que tal papeleta confiada al secreto de las urnas expresa mejor la preferencia que se tiene por la autoridad o por la justicia, por la jerarquía o la igualdad, por los pobres o los ricos, por el poder de las habilidades establecidas o por la afirmación de la capacidad política de cualquiera.

La paradoja es que este sentimiento vago, que dice la verdad de la supuesta elección racional de las ofertas que entran en concurso, está más cerca en definitiva de la verdadera racionalidad política. La política, en efecto, empieza por ser un asunto de sentimientos “vagos” sobre cuestiones de principio: sobre la cuestión de saber si los que viven y trabajan en un país pertenecen a ese país, si aquéllos o aquéllas que hacen el mismo trabajo deben recibir salarios diferentes según su sexo, si aquéllos o aquéllas que se presentan para un empleo deben ser distinguidos según su origen o el color de su piel, y en definitiva si los asuntos de la comunidad son los asuntos de todos o los asuntos de élites compuestas por profesionales de gobierno, del poder del dinero y de los expertos de tales escuelas y de tales disciplinas.

Ese sentimiento se formula, de manera encriptada, a través de las abstenciones o de los votos desviados a los candidatos de “protesta”; se expresó más claramente ya en el rechazo de una Constitución europea que todos los expertos presentaban como la encarnación de la razón y del futuro radiante. Toma su forma propia con la acción colectiva de todos esos y todas esas que afirman su capacidad de juzgar acerca de la validez de tal medida que concierne al empleo o a las jubilaciones, la enseñanza, la salud o la presencia de los extranjeros en nuestro suelo, de su conformidad al sentido de nuestra comunidad y de sus consecuencias para el futuro.

El quinquenio que se acaba ha sufrido las consecuencias. La ley sobre el CPE votada por el partido todopoderoso del presidente plebiscitado se volvió caduca cuando decenas de miles de estudiantes tomaron la decisión de poner en duda el futuro que esta ley les prometía, cuando decidieron actuar y constituir en torno a su acción otra “opinión pública”.

No hay crisis o malestar de la democracia. Hay y habrá cada vez más la evidencia de la distancia entre lo que significa y a lo que se la quiere reducir.

(traducción de un artículo de Jacques Rancière publicado en el diario francés "Le Monde")

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