jueves, 22 de noviembre de 2007

¿DEMOCRACIA SIN PARTIDOS? por Lic.Héctor Ghiretti


Probablemente, no existe en la actualidad una cuestión más apasionante para los analistas y políticos argentinos que la incierta evolución del sistema de partidos. Parece haber un acuerdo prácticamente unánime en torno a la crisis terminal de la composición y estructura partidaria que se ha mantenido prácticamente inalterada desde hace más de seis décadas.

El espectro de posibles respuestas va desde la supervivencia -a pesar de todo- del actual sistema de partidos hasta formas novedosas y revolucionarias de representación política y acceso al poder, típica ensoñación de ideólogos y románticos.

Conviene advertir que -al menos hasta hoy- no existe democracia que no sea liberal, y tampoco existe un régimen democrático liberal que no se apoye sobre una organización política compuesta por partidos: o sea, no hay democracia liberal que no constituya, en definitiva, una partidocracia.

El caso es que -como bien ha señalado Eric Voegelin- no hay articulación política de la sociedad sin élites dirigentes. Ya en las primeras sociedades se puede observar un grupo social que ejerce el poder político y distribuye entre sus miembros diferentes aspectos del poder (gobierno, justicia, defensa, culto, etc.).

La democracia liberal se diferencia de otros regímenes en que permite la competencia de diversos grupos de la élite dirigente por el ejercicio del poder político.

Los partidos políticos no son sino la forma organizativa que adoptan los grupos en pugna. En la medida en que la legitimidad a la que responde el régimen liberaldemocrático es de carácter racional (es decir, se configura según un diseño teórico de orden político previamente concebido), la marca de distinción que adoptan los partidos es, ante todo y principalmente, ideológica: se diferencian en términos de diversos proyectos de sociedad.

Pero existe un plano de relación aún más profundo de la relación entre democracia liberal y partidos, que los puristas e ideólogos de la democracia se cuidan de mencionar: Los partidos unifican en los hechos lo que la doctrina democrática separa en la teoría.

La división de poderes no funcionaría si los partidos estuvieran imposibilitados de luchar por el ejercicio de dos o más poderes que separa la teoría democrática. Al operar una unificación, el ejercicio del poder es posible (dos poderes de igual magnitud tienden a neutralizarse entre sí) y se puede gobernar.

Resulta claro el protagonismo central de los partidos en toda democracia. Pero ¿y si se hallan ante una crisis, es decir, está en peligro su supervivencia como tales?, ¿cuál es la evolución posible? Veo tres escenarios diferentes.

1) El primer escenario es el de una transformación sustancial en la composición y estructura de las élites que pugnan por el poder. Lo puso de manifiesto el ya citado Voegelin al explicar la transición de la Roma tardorrepublicana al imperio. Augusto, autor genial de la transformación política, construyó una forma de poder alternativo que suplantaría a las agónicas instituciones republicanas, mediante una estructura de relaciones de fidelidad personales de configuración piramidal: algo que se conoce, desde aquella época, como clientela.

Este podría ser el esquema de poder que busca el presidente Kirchner: una forma de lealtades “transpartidarias” cuyo vértice es su poder personal. Este esquema acentuaría la tendencia observada hace ya varios años en la política nacional: la emergencia de liderazgos personales, por encima y en contraposición con grupos de gobierno, programas e instituciones.

Es evidente que este escenario se aleja de la ortodoxia demoliberal y representa un verdadero desafío al orden institucional vigente: sobre todo -y esto es lo verdaderamente preocupante- a la legitimación popular por medio de elecciones, que responde a un esquema partidocrático: ¿cómo votar entre varias estructuras de lealtades que no se encarna en una organización partidaria?

Por el momento, no parece que este nuevo sistema de acceso y ejercicio del poder político tenga por objetivo la formación de un nuevo partido.

2) Consideración que nos lleva al segundo escenario: ¿cabe esperar la aparición de un nuevo gran partido histórico? Al parecer, el surgimiento de una organización de estas características está necesariamente vinculado a una conciencia grupal expresa de misión histórica.

Sin embargo, no resulta fácil señalar a un sector de la clase dirigente animado de esta forma: no se encuentra en la Argentina de hoy un proyecto de la altura de la empresa fundacional de los liberales del 80, ni de la regeneración política del radicalismo, ni de la revolución social pacífica del peronismo, ni del proyecto económico del desarrollismo.

Más allá de los declamativismos, las torpezas e incoherencias, el proyecto de Kirchner parece no superar el fortalecimiento del poder personal, fundado sobre el principal activo de este gobierno: una prosperidad económica que no depende de su gestión, sino de la que lo precedió.

3) El tercer escenario es el de la atomización de los partidos, que podría derivarse de la fragmentación de las grandes organizaciones históricas. Y una fractura de los grandes partidos tendría como efecto el aumento del peso específico de los pequeños. Esto daría lugar a la formación de coaliciones de gobierno. Y ello obligaría a una sustancial revisión del sistema institucional del equilibrio de poderes: es prácticamente imposible repartir áreas de poder y responsabilidades de gobierno en un sistema presidencialista como el nuestro. Un sistema partidario de coaliciones es compatible con un régimen parlamentario que permita la combinación entre fuerzas políticas y conduzca a la formación de gabinetes.

Este escenario nos acercaría a un régimen parecido al italiano, en el que el ámbito de decisiones políticas pierde capacidad de conducción y cede terreno al aparato burocrático. Son bien conocidos los problemas de eficacia política e institucionales de este tipo de formas políticas: el sistema se mantiene gracias a los cuadros administrativos. Pero -como puede verse en la Italia de hoy- en un sistema asentado sobre las rutinas y las prácticas habituales, es muy difícil imprimir reformas necesarias, reorientar la acción del Estado o redimensionarlo: en definitiva, la esfera de decisión política es irrenunciable.

Si la gobernabilidad es un problema grave para países desarrollados, su ausencia se vuelve suicida en países como el nuestro, en el que está casi todo por hacer. En el primer caso la estructura del poder abandona las instancias de legitimación institucional; en el segundo, las élites políticas renuncian a una misión histórica; e incluso, en la tercera opción, el gobierno es sustituido por la administración. Los tres escenarios tienen un rasgo en común: lo que perdemos es la perspectiva general y la instancia de decisión que sólo da la política.

No podemos renunciar a la conducción política. Y sólo el sistema actual de partidos permite que la política mantenga su primacía en el orden social.

La Argentina está a punto de perder el rasgo que la acerca a las democracias más estables y poderosas del mundo: el bipartidismo. Lo que asoma por el horizonte no parece ser algo mejor.

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