miércoles, 5 de diciembre de 2007

ENTREVISTA A MARISTELLA SVAMPA por Gabriela Vulcano

“En el country se rompió el ideal de seguridad absoluta”



Considerada la mayor especialista argentina en el tema de los barrios cerrados, esta investigadora del Conicet sostiene que los paradigmas que hicieron nacer el fenómeno de los countries ya no existen. Qué reflejan los casos García Belsunce y Dalmasso. Pobreza, discriminación y críticas al Gobierno.


—Durante los ’90 se profundizó la fragmentación social y hubo una mayor polarización económica en nuestra sociedad, ¿cómo se relaciona esto con el surgimiento de los countries?

—Habría que decir que en esa década se consolida el gran pasaje a la asimetría social, económica, política y cultural entre los grandes grupos económicos y las clases medias y populares, que pierden peso relativo por esos procesos de desestructuración. En ese marco, que implica también un nuevo modelo de dominación y el cercenamiento de la figura del ciudadano social, se van asentando nuevos modelos de ciudadanía que no tienen como referencia lo universal, sino que se propone una figura más restrictiva de la ciudadanía. Por ejemplo, la integración a través del consumo o la afirmación de la gestión privada de los riesgos, entre los cuales se inserta este fenómeno de los countries y los barrios privados. En términos más generales, este proceso de polarización social registra una fuerte segregación por parte de las clases populares, que sufren un proceso de descolectivización y se multiplican así las villas miserias y los asentamientos. La segregación también tiene como protagonistas a las clases medias altas y las clases medias en ascenso. Es un doble proceso de segregación que aparece ilustrado de manera paradigmática en el Conurbano bonaerense. El fenómeno de los countries hay que analizarlo en varios niveles. Es un momento en que el Estado hace una inflexión importante, ya que no provee los servicios fundamentales, como el derecho a la educación o a la seguridad, y plantea la gestión privada de estas cuestiones.

—En esa época, los barrios cerrados se transformaron en espacios seguros, pero en los últimos tiempos los robos y los crímenes en estos lugares parecen haberse incrementado. ¿Cuál es la razón por la que hoy algunos deciden ir a vivir allí?

—Hay diferentes etapas. Del ’94 al ’98, que es el momento de la huida frenética a los countries, la mayoría de los que fueron a vivir a estos sitios sobreactuó las ventajas y minimizó los riesgos potenciales que podía acarrear un estilo de vida diferente. Si bien la seguridad aparecía como un elemento importante, la cuestión de la calidad de vida era fundamental. Entre el ’98 y el 2001 la cuestión de la incertidumbre en términos económicos se instala en el modo de vivir. El 2002 es el año del gran pánico, en donde el fantasma de la invasión recorre countries y barrios privados. Esto fue impulsado no sólo por los medios sino también por las agencias de seguridad, que hicieron muy buenos negocios en ese período: no hubo saqueos y los piqueteros no acosaron las murallas. Era todo del orden de los fantasmático. A partir de 2003 comienza a consolidarse el fenómeno country/ barrio privado. En términos económicos hay una suerte de salida de la crisis, pero sin dudas la seguridad aparece como el elemento central. Ilustran la figura de la comunidad del miedo: no los une la concepción de lo que es lo mejor sino la necesidad de evitar lo peor. Asimismo la seguridad es estrategia de distinción. En 2004 se resquebraja ese ideal de seguridad absoluta. Hoy se habla tanto de los robos, pero esto empezó antes. Sucede que hubo una estrategia de ocultamiento: a quienes vivían ahí no les convenía que se supiera que cada vez había más robos, secuestros express y no nos olvidemos que es la época del crimen de García Belsunce.

—¿Dejó de ser el paraíso soñado?

—Bueno, ese es el momento en que se quiebra este imaginario de que el country es una fortaleza inviolable y se pone de manifiesto que hay falencias en el sistema de seguridad, ya que éste está focalizado sobre todo hacia el afuera. El miedo está puesto en zonas que contrastan mucho socialmente y a su vez la vigilancia que ejercen hacia el adentro pone la atención en los empleados de servicios. Hay historias terribles sobre la persecución y la humillación que sufren los trabajadores de servicios, en manos de los guardias privados. Y esto devela que la gestión privada de los riesgos tiene sus límites.

—A partir del asesinato de María Marta García Belsunce y de Nora Dalmasso, ¿el “enemigo” no sólo está afuera sino también adentro?

—Creo que había una visión muy ingenua, muy en empatía con ese imaginario neoliberal y también con la noción de impunidad que, sobre todo, las clases más pudientes ostentan. Además, había una suerte de ideal de tranquilidad. Pero en definitiva no es un lugar completamente controlado y vigilado. Esto muestra los límites de la confianza cuando en la base lo que hay es una relación mercantilizada.

—¿Piensa que estas dos muertes dejan al descubierto otras cuestiones de la vida alrededor de los countries?

—La vida dentro de estos sitios nunca fue armoniosa. Hubo conflicto desde el comienzo. Por ejemplo, en el ’99 en un country muy elitista de la zona de Los Polvorines salió a la luz el vandalismo infantil. Los mismos chicos que viven allí destrozan las casas recién terminadas. También siempre hubieron accidentes, incluso fatales, debido a que la vigilancia se focalizaba en los trabajadores de servicios y no de los niños. Además se registraron situaciones como ataques de pánico de parte de niños que estaban acostumbrados al modelo de la burbuja, de una vida realizada intramuros. Luego vinieron los robos y los secuestros express. Siempre hubo conflictos entre vecinos, desde cuestiones pequeñas hasta un cuestionamiento de la vida privada de las personas y una aspiración por regularlas. Pero esa aspiración fracasó porque lo que encontramos son ciudadanos de carne y hueso, con todos los defectos que hay en la ciudad abierta.

-¿Es común a todos los barrios cerrados cierto “código de silencio”?

—Se quiso hacer una lectura muy idealizada, sobre todo en aquellos que accedían por primera vez a un estilo de vida diferente, que implicaba contacto con otros sectores sociales. Sin embargo, todos ellos sabían que se enfrentaban a un fenómeno nuevo y que ante eso no se pueden medir los riesgos. Sí, en un momento, hubo una estrategia de ocultamiento de lo que estaba pasando. En 2002, cuando se desarrolló ese sentimiento de miedo por la probable invasión de sectores empobrecidos, los que primero hablaron fueron los periodistas que viven en los countries e instalaron la paranoia. En 2005 hubo cierto silencio de los medios sobre el tema country. Es cierto que la atención estaba en otro lado, pero creo que hay muchos periodistas que viven en estos lugares y no querían ser interpelados del por qué elegir un estilo de vida que implica segregación y estrategia de distinción. Ese silencio se rompió de manera definitiva con el crimen de Dalmasso.

—¿Por qué?

—Ese crimen generó una suerte de histeria sobre el tema de los countries y no nos olvidemos que esto produce una suerte de voyeurismo terrible en el resto de la sociedad, con elementos perversos. Y en lo de Dalmasso se combinó ese voyeurismo de clase, que ya estaba en el crimen de García Belsunce, con el tema de la sexualidad femenina. Ahí hay un clivaje de género. La cantidad de barbaridades que se dijeron sobre la sexualidad de Dalmasso habla a las claras que esta es una sociedad que aún no puede procesar los cambios que se dieron en la relación entre géneros y tampoco la idea de una sexualidad femenina plena.

—Le cambio el tema. Mientras las clases medias altas se encerraban en los countries, las clases populares salían a las calles, ¿cómo se lee eso?

—Hubo un empobrecimiento y un proceso de descolectivización muy grande que afectó a amplios sectores de las clases medias y a la totalidad de los sectores populares. La segregación no es una elección para gran parte de estos últimos sectores que viven en asentamientos y villas. Sin embargo en los ’90 se gestaron nuevos modos de organización en donde la cuestión territorial aparece como central. En el ’96 surgen nuevas formas de organización (también territorial) que son las agrupaciones piqueteras, que rompen con ese encapsulamiento y colocan la demanda de trabajo y la cuestión de la dignidad en el espacio público. Entre ese año y 2001 las movilizaciones se masifican y estas organizaciones se expresan en el espacio público. Hay que tener en cuenta que hay un modelo que las condena, que sólo le garantiza la inserción como excluidos dentro del sistema. No obstante este modelo que pugna por volver a encapsularlos en el barrio, no puede evitar que estos sectores se expresen en las calles.

—¿Ahora los “excluidos” desaparecieron del espacio público?

—Hubo una explosión de conflictos particulares sin articulación entre sí que hacen que prendamos la TV y veamos que Buenos Aires sigue siendo un centro de movilización constante y que la acción directa es una herramienta de poder en manos de los que no tienen poder. Respecto de las organizaciones piqueteras, sucedió algo que tiene que ver con la integración y cooptación que el Gobierno hizo de los movimientos piqueteros de matriz nacional-popular y del proceso de estigmatización y de demonización que hizo de las organizaciones piqueteras opositoras. Es un período donde se da una confrontación muy desigual entre estas organizaciones y el Gobierno, los grandes sectores de poder y los medios. El resultado fue que en la sociedad argentina se instaló una especie de consenso antipiquetero que obligó a las mismasorganizaciones a hacer una suerte de repliegue en los barrios, donde realizan trabajo comunitario y desarrollan emprendimientos productivos.

—¿El hecho de que no estén tan presentes en las calles como antes saca del eje de la discusión la problemática de la redistribución de la riqueza?

—El Gobierno presenta una continuidad con los ’90 en términos de reafirmación de lo asistencial respecto de los sectores más vulnerables: es la naturalización de las desigualdades sociales. Es como si el Gobierno, y la sociedad también, hubiesen decidido cerrar esa cuestión. Y desde 2005 en adelante hubo un corrimiento de los conflictos de matriz territorial a los de matriz sindical. Hay una voluntad oficial por darle voz a esos conflictos para mostrar el regreso a la normalidad. Son los sindicatos los que ahora se hacen oír como si fuera un síntoma de salud. Es importante que haya una reactivación de esos conflictos sindicales, que no sólo apuntan a tener un mejoramiento de salarios sino también a las condiciones de trabajo. Pero desde el punto de vista del Gobierno hubo una intencionalidad manifiesta de correr el eje hacia los conflictos sindicales para mostrar una suerte de renormalización del país. La política del Gobierno es muy oscilante y poco tiene que ver con un modelo de redistribución justa de la riqueza.

Las rupturas sociales

—¿Cuáles son los principales cambios culturales que se dieron por el progresivo retiro del Estado?

—No diría que hubo una retirada del Estado, sino más bien una transformación del Estado en su rol o en cómo interviene en la sociedad. Dejó de garantizar una serie de derechos básicos y se implementaron medidas privatizadoras que tuvieron un gran impacto social. El Estado asumió una dimensión patrimonialista, amparó a los grandes grupos que desarrollaron un monopolio de los servicios privatizados, asumió también la dimensión asistencial (como el desarrollo de estrategias de contención de la pobreza y del conflicto social) y reforzó el sistema represor institucional. Es decir, la sociedad sufrió determinadas transformaciones, sobre todo los sectores populares y medios, que implicaron la emergencia de nuevas formas de movilización y de interpelación al Estado. No en vano hubo distintos episodios de represión y un avance de la judicialización del conflicto social. Hubo cambios culturales enormes. Tengamos en cuenta que el neoliberalismo en términos generales exige al individuo que se haga cargo de sí mismo, que desarrolle una especie de autonomía que el Estado ya no garantiza. De ahí que la gestión privada de los riesgos sea fundamental. En ese marco, la noción de individualismo toma un rol fundamental.

—¿Esta transformación del Estado ayudó a romper los lazos de solidaridad en algunos sectores y a fortalecerlos en otros?

—En los últimos treinta años la Argentina cambió enormemente. Hizo el pasaje de una sociedad con grandes déficits pero con ciertos niveles de integración a una sociedad con grandes asimetrías. Esas asimetrías implicaron a todo nivel, intra e inter social, ruptura de solidaridades. Hubo ruptura de solidaridades al interior de las clases medias, al interior de los sectores populares, por ejemplo entre la escasa solidaridad que los trabajadores ocupados dieron a los desocupados. También hubo ruptura de solidaridades entre diferentes clases sociales. Las rupturas están ligada a estas grandes transformaciones, a un modelo donde el individualismo, la ostentación, la integración por el consumo aparecen como fundamentales. Si bien a partir de 2002 hubo ciertos cruces sociales que dejaron marcas, para una gran parte de la población se rompieron nuevamente las escasas pasarelas que se tendieron entre clases medias movilizadas y sectores populares.


Una sociedad racista y antisemita

—¿La sociedad argentina es discriminatoria?

—La Argentina tiene una matriz social bastante abierta y marcada por el igualitarismo, que se rompe en los ’70 y más claramente en los ’90. Sin embargo, desde los orígenes de la república, eso estuvo marcado por una política sumamente discriminatoria. Nuestro país nace en 1880 con el ideal del inmigrante que va a venir a poblar el país, y ese momento fundacional va precedido del exterminio de las últimas rebeliones caudillistas y de los indígenas del Sur. No es un detalle menor que al mismo tiempo que se incorpora a otras poblaciones se excluye, extermina y discrimina a otras.

—¿Es un país más clasista que racista o ambas cuestiones están ligadas?

—Considero que en nuestro país los dos componentes están articulados.

—¿Y en cuanto a lo religioso?

—Hay una suerte de sentido común antisemita que está instalado en los sectores altos conservadores católicos tradicionalistas, como también en los sectores populares más tradicionales. Es una suerte de prejuicio antisemita que está instalado y que puede ser vehiculizado o no, como otras imágenes que atraviesan a los distintos sectores sociales. Por ejemplo, esto se puede ver en los countries y los barrios privados, o en los militares, que durante la represión castigaban más a los desaparecidos de origen judío. Son elementos que están ahí y pueden ser reactivados. Eso depende de los contextos y del rol que asume el gobierno de turno así como los medios, atizando o no estos prejuicios que residen en el sentido común de distintos sectores.

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