jueves, 28 de febrero de 2008

"Transformación social y creación cultural*" por Cornelios Castoriadis

I have weighed these times, and found them wanting.


Hasta donde se sabe, los genes humanos no han sufrido deterioro, por lo menos hasta ahora. Pero sabemos que las “culturas”, las sociedades, son mortales. Se trata de una muerte que no es general ni necesariamente instantánea. Su relación con una nueva vida, de la que puede ser condición, es un enigma siempre singular. La “decadencia de Occidente” es un tema antiguo, y en el más profundo de los sentidos, es falso. Este eslogan también quiso encubrir las potencialidades de un mundo nuevo que la descomposición de “Occidente” plantea y libera; quiso esconder, en todo caso, el problema de este mundo y sofocar el hacer político con una metáfora botánica. No intentamos postular que esta flor, como las otras, se marchitará, se marchita o se marchitó.
Intentamos comprender qué es lo que muere en este mundo histórico social, cómo muere y, de ser posible, por qué. También intentamos encontrar qué es lo que, quizás, está naciendo.
Ni la primera ni la segunda parte de esta reflexión son gratuitas, neutras o desinteresadas. La cuestión de la “cultura” se enfoca aquí como una dimensión del problema político; y perfectamente puede decirse que el problema político es un componente de la cuestión de la cultura en el sentido más amplio. (Por política, claro está, no me refiero a la profesión del señor Nixon, ni a las elecciones municipales. El problema político es el problema de la institución global de la sociedad.)
La reflexión no puede ser más “anticientífica”. El autor no movilizó un ejército de asistentes, ni pasó decenas de horas frente a la computadora para establecer científicamente lo que todo el mundo ya conoce de antemano: por ejemplo, que a los conciertos de la música llamada seria sólo asisten ciertas categorías socio-profesionales de la población. También es una reflexión llena de trampas y de riesgos: estamos sumergidos en este mundo -y tratamos de comprenderlo e incluso de evaluarlo-. Evidentemente, es el autor quien habla. ¿En nombre de qué? En nombre, precisamente, de ser parte integrante, de ser individuo participante de este mundo; en nombre de lo mismo por lo que se autoriza a expresar sus opiniones políticas, a escoger lo que combate y lo que sostiene en la vida social de la época.
Lo que está muriendo hoy, en todo caso, lo que se cuestiona profundamente, es la cultura “occidental”. Cultura capitalista, cultura de la sociedad capitalista, pero que supera ampliamente este régimen histórico-social, pues comprende todo lo que éste ha querido y podido retomar de aquello que lo ha precedido, y muy particularmente en el
segmento “greco-occidental” de la historia universal. Esto muere como conjunto de normas y de valores, como formas de socialización y de vida cultural, como tipo histórico-social de individuos, como significado de la relación de la colectividad consigo misma, con aquellos que la componen, con el tiempo y con sus propias obras.
Lo que está naciendo, difícil, fragmentaria y contradictoriamente, desde hace más de dos siglos, es el proyecto de una nueva sociedad, el proyecto de autonomía social e individual. Proyecto que es una creación política en sentido profundo, y cuyas tentativas de realización, desviadas o interrumpidas, ya han formado la historia moderna. (Son totalmente ilógicos los que a partir de estas desviaciones o
interrupciones quieren concluir que el proyecto de una sociedad autónoma es irrealizable. No he tenido noticias de que la democracia haya sido desviada de sus fines bajo el despotismo asiático, ni de que las revoluciones obreras de los Bororo hayan degenerado.)
Revoluciones democráticas, luchas obreras, movimientos de mujeres, de jóvenes, de minorías “culturales”, étnicas, regionales son pruebas de la emergencia y la vida continuada de este proyecto de autonomía. La cuestión de su porvenir y de su “cumplimiento” -la cuestión de la transformación social en un sentido radical- queda evidentemente abierta. Pero también queda abierta o, mejor dicho, debe ser nuevamente planteada una cuestión nada original, por cierto, que no obstante es redescubierta regularmente por los modos de pensamiento heredados, aun cuando pretenden ser “revolucionarios”: la cuestión de la creación cultural en sentido estricto, la aparente disociación entre el proyecto político de autonomía y un contenido cultural; las consecuencias, pero sobre todo los presupuestos culturales de una transformación radical de la sociedad. Las páginas que siguen quieren elucidar, parcial y fragmentariamente, esta problemática. Considero aquí el término cultura en una acepción intermedia entre su significado habitual en francés (las “obras del espíritu” y el acceso del individuo a ellas) y su sentido dentro de la antropología estadounidense (que cubre la totalidad de la institución de la sociedad, todo aquello que diferencia y opone sociedad, por una parte, y animalidad y naturaleza, por la otra). Entiendo aquí por cultura todo lo que supera, en la institución de una sociedad, la dimensión conjuntista identitaria (funcional-instrumental) y que los individuos de esa sociedad invisten positivamente como “valor” en el sentido más general del término: en definitiva, la paideia de los griegos. Como su nombre lo indica, la paideia contiene también indisociablemente los procedimientos instituidos por medio de los cuales el ser humano, durante su fabricación social como individuo, es conducido a reconocer y a investir positivamente los valores de la sociedad. Estos valores no son dados por una instancia externa, ni descubiertos por la sociedad en sus yacimientos naturales o en el cielo de la Razón. Son creados por cada sociedad considerada, como núcleos de su institución, referencias últimas e irreductibles de la significancia, polos de orientación del hacer y del representar sociales. Por lo tanto, es imposible hablar de transformación social sin afrontar la cuestión de la cultura en este sentido -y de hecho, la afrontamos y “respondemos” a ella hagamos lo que hagamos-. (Así, en Rusia, después de octubre de 1917, la aberración relativa del Proletkult fue aplastada por la aberración absoluta de la asimilación de la cultura capitalista -y éste ha sido uno de los componentes de la constitución del capitalismo burocrático total y totalitario sobre las ruinas de la revolución-.)
Podemos explicitar de manera más específica la relación íntima entre la creación cultural y la problemática social y política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo mediante ciertas interrogaciones, y lo que éstas presuponen, implican o traen aparejado (como constataciones de hecho, aunque sean discutibles, o como articulaciones de sentido):
• En un sentido, el proyecto de una sociedad autónoma (tanto como la simple idea de un individuo autónomo) ¿no es “formal” o “kantiano”, en tanto que parece no afirmar como valor más que la autonomía en sí misma? Más precisamente: ¿puede una sociedad “querer” ser autónoma por ser autónoma? O incluso: autogobernarse -sí, pero ¿para hacer qué cosa?-. La mayoría de las veces, la respuesta tradicional es: para satisfacer mejor las necesidades. La contestación a esta respuesta es: ¿cuáles necesidades? Cuando no existe el riesgo de morirse de hambre, ¿qué es vivir?

• Una sociedad autónoma podría “realizar mejor” los valores –o “realizar otros valores” (se sobreentiende: mejores)-; ¿pero cuáles? ¿Y qué son valores mejores? ¿Cómo evaluar los valores? Interrogaciones que adquieren un sentido pleno a partir de esta otra pregunta “de hecho”: ¿aún existen valores en la sociedad contemporánea? ¿Se puede hablar todavía, como Max Weber, de conflicto de valores, de “combate de dioses”? ¿O hay, antes bien, un hundimiento gradual de la creación cultural y -afirmación que, aunque sea un lugar común, no es necesariamente falsa- descomposición de valores?

• Sería imposible, por cierto, decir que la sociedad contemporánea es una “sociedad sin valores” (o “sin cultura”). Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible. Hay, evidentemente, polos de orientación del hacer social de los individuos y finalidades a las cuales el funcionamiento de la sociedad instituida está sometido. Por lo tanto, hay valores en el sentido transhistóricamente neutro y abstracto indicado más arriba (en el sentido en que, para una tribu de cazadores de cabezas, matar es un valor sin el cual esa tribu no sería lo que es). Pero estos “valores” de la sociedad instituida contemporánea parecen y son efectivamente incompatibles con –o contrarios a- lo que exigiría la institución de una sociedad autónoma. Si el hacer de los individuos está orientado esencialmente hacia la maximización antagónica del consumo, del poder, de la posición social y del prestigio (únicos objetos de investidura que hoy son socialmente pertinentes); si el funcionamiento social está sometido a la significación imaginaria de la expansión ilimitada del control “racional” (técnica, ciencia, producción, organización, como fines en sí mismos); si esta expansión es a la vez vana, vacía e intrínsecamente contradictoria, como visiblemente lo es, y si los humanos no están obligados a servirla más que por medio de la puesta en práctica, el desarrollo y la utilización socialmente eficaz de móviles esencialmente “egoístas”, en un modo de socialización donde cooperación y comunidad no son consideradas y no existen sino bajo el punto de vista instrumental y utilitario; en resumidas cuentas, si la única razón por la cual no nos matamos entre nosotros cuando nos conviene es el miedo a la sanción penal, entonces, no solamente no puede ser cuestión de decir que una nueva sociedad podría “realizar mejor” valores ya establecidos, incontestables, aceptados por todos, sino que es necesario ver claramente que su instauración presupondría la destrucción radical de los “valores” contemporáneos, y una nueva creación cultural concomitante con una transformación inmensa de las estructuras psíquicas y mentales
de los individuos socializados.
No me parece que el hecho de que la instauración de una sociedad autónoma exija la destrucción de los “valores” que orientan actualmente el hacer individual y social (consumo, poder, posición, prestigio - expansión ilimitada del control “racional”-) requiera una discusión particular. Lo que habría que discutir aquí es el hecho de saber en qué medida la destrucción o el desgaste de estos “valores” ha avanzado, y en qué medida los nuevos estilos de comportamiento que se observan, sin duda fragmentaria y transitoriamente, en los individuos y en los grupos (especialmente de jóvenes) son anunciadores de nuevas orientaciones y de nuevos modos de socialización. No abordaré aquí este problema capital e inmensamente difícil.
Pero el término “destrucción de valores” puede chocar, y parecer inadmisible, al tratarse de la “cultura” en el sentido más específico ymás restringido: “obras del espíritu” y su relación con la vida social efectiva. Es evidente que no propongo bombardear los museos ni quemar las bibliotecas. Mi tesis, antes bien, es que la destrucción de la cultura, en este sentido específico y restringido, ya se está produciendo en gran medida en la sociedad contemporánea, que las “obras del espíritu” ya han sido ampliamente transformadas en ornamentos o monumentos funerarios, que sólo una transformación radical de la sociedad podrá hacer del pasado otra cosa que no sea un cementerio visitado ritualmente, inútilmente y cada vez con menor frecuencia por algunos parientes maníacos y desconsolados.
La destrucción de la cultura existente (incluyendo el pasado) ya está ocurriendo, en la misma medida en que la creación cultural de la sociedad instituida está desplomándose. Allí donde no hay presente, tampoco hay pasado. El periodismo contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo genio y una nueva “revolución” en tal o cual campo.
Son esfuerzos comerciales eficaces para que funcione la industria cultural, pero incapaces de ocultar el hecho flagrante: en una primera aproximación, la cultura contemporánea es inexistente. Cuando una época no tiene grandes hombres, los inventa. ¿Qué otra cosa ocurre actualmente en los diferentes campos del “espíritu”? Se pretende hacer revoluciones copiando e imitando mediocremente -también por mediode la ignorancia de un público hipercivilizado y neoanalfabeto- los últimos grandes momentos creadores de la cultura occidental, o sea, lo que se hizo hace más de medio siglo (entre 1900 y 1925-1930). Schönberg, Webern, Berg ya habían creado la música atonal y serial antes de 1914. Entre los admiradores de la pintura abstracta, ¿cuántos conocen las fechas de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)? En 1920, el dadaísmo y el surrealismo ya habían aparecido. ¿Qué novelista podríamos agregar a la enumeración: Proust, Kafka, Joyce…? El París contemporáneo, cuyo provincianismo sólo es comparable con su presuntuosa arrogancia, aplaudió ruidosamente a los audaces escenógrafos que copiaron con audacia a los grandes innovadores de 1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etc. Al mirar las producciones de la arquitectura contemporánea encontramos un consuelo: es el de pensar que, si no se derrumban solas en treinta años, serán demolidas de todos modos por obsoletas. Y todas estas mercancías son vendidas en nombre de la “modernidad” -mientras que
la verdadera modernidad ya ha cumplido tres cuartos de siglo-.
Por cierto, aún hay obras intensas que aparecen aquí y allí. Pero yo estoy hablando del balance general de medio siglo. Por cierto, también están el jazz y el cine. ¿Están o estaban? El jazz, esa gran creación popular y culta a la vez, parece haber agotado su ciclo de vida ya a principios de la década de 1960. El cine presenta otras cuestiones que no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo simplemente al lector la siguiente experiencia mental: que se imagine a sí mismo conversando con los más célebres y celebrados creadores contemporáneos y les haga esta pregunta: ¿se consideran ustedes, sinceramente, a la altura de Bach, Mozart, Beethoven o Wagner, de Jan van Eyck, Velázquez, Rembrandt o Picasso, de Brunelleschi, Miguel Ángel o Franck Lloyd Wright, de Shakespeare, Rimbaud, Kafka o Rilke?
Y que imagine su reacción si el interrogado respondiera: sí.
Dejemos de lado la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas, y hagamos la pregunta de otro modo. Desde 1400 hasta 1925, en un universo mucho menos poblado e infinitamente menos “civilizado” y “alfabetizado” que el nuestro (de hecho: apenas en una decena de países de Europa, cuya población total era todavía del orden de los 100 millones a principios del siglo XIX), encontramos un genio creador de primera magnitud por lustro. Y he aquí, desde hace alrededor de cincuenta años, un universo de 3 o 4 mil millones de humanos, con una facilidad de acceso sin precedentes a lo que habría podido fecundar e instrumentar, aparentemente, las disposiciones naturales de los individuos -prensa, libros, radio, televisión, etc.-, que sólo ha producido un número ínfimo de obras de las cuales podría pensarse que, en cincuenta años, serán señaladas como obras mayores.
Por cierto, la época no podría aceptar este hecho. Por esta razón, no sólo inventa sus genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo: destruyó la función crítica. Lo que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo es la promoción comercial -lo que está totalmente justificado si se considera la naturaleza de la producción que se trata de vender-. En el campo de la producción industrial propiamente dicha, los consumidores finalmente han empezado a reaccionar, pues las calidades de los productos, mal que bien, son objetivables y medibles.
Pero, ¿cómo conseguir un Ralph Nader de la literatura, de la pintura o de los productos de la Ideología francesa? La crítica promocional –la única que subsiste- continúa ejerciendo, además, una función de discriminación. Eleva por las nubes cualquier cosa producida según la moda de la temporada y, en cuanto al resto, no desaprueba, sino quecalla y entierra en silencio. Como la crítica se ha criado en el culto de la “vanguardia”, como cree haber aprendido que casi siempre las grandes obras comenzaron siendo incomprensibles e inaceptables, y como su calificación profesional principal consiste en la ausencia de juicio personal, nunca se atreve a criticar. Lo que se le presenta cae de inmediato bajo alguna de estas dos categorías: o bien es un incomprensible ya aceptado y adulado -entonces lo elogiará-, o bien es un incomprensible nuevo -entonces callará por miedo a equivocarse en un sentido o en otro-. El oficio del crítico contemporáneo es idéntico al del corredor de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo que la opinión media piensa que la opinión media pensará.
Estas cuestiones no se presentan exclusivamente en relación con el “arte”; se refieren también a la creación intelectual en sentido restringido. Aquí sólo podemos rozar el tema mediante algunos signos de interrogación. El desarrollo científico-técnico continúa incontestablemente, incluso tal vez se acelera en cierto sentido. ¿Pero supera lo que podría llamarse la aplicación y la elaboración de las consecuencias de grandes ideas ya adquiridas? Hay físicos queestiman que la gran época creadora de la física moderna ha quedado atrás -entre 1900 y 1930-. ¿No podría decirse que constatamos, también en este campo, mutatis mutandis, la misma oposición que en el conjunto de la civilización contemporánea entre un despliegue cada vez más amplio de la producción -en el sentido de la repetición (estricta o amplia), de la fabricación, de la implementación, de la elaboración, de la deducción amplificada de las consecuencias- y la involución de lacreación, el agotamiento de la aparición de grandes esquemas representativos imaginarios nuevos (como lo fueron las intuicionesgerminales de Planck, de Einstein, de Heisenberg) que han permitido diferentes comprensiones del mundo? Y en cuanto al pensamiento propiamente dicho, ¿no es legítimo preguntarse por qué, en todo caso después de Heidegger pero ya con él, éste se vuelve cada vez más interpretación, interpretación que parece además degenerar hacia el comentario y el comentario del comentario? Ni siquiera es que se habla interminablemente de Freud, de Nietzsche y de Marx; se habla cada vez menos de ellos, se habla de lo que se ha dicho de ellos, se comparan “lecturas” y las lecturas de las lecturas.


* en Le contenu du socialisme, París, UGE, col. 10/18, 1979, pp. 413-439.>

1 comentario:

Gabriel Oliveros dijo...

Me parece interesante tu blog. Si quieres dale un vistazo al mío y los vinculamos. Creo que estamos trabajando en temas muy parecidos.
Saludos

http://acabandocultura.blogspot.com