viernes, 7 de marzo de 2008

“LA ÉTICA DEL DISCURSO Y LA CUESTIÓN DE LA VERDAD” por Jürgen Habermas

COLOQUIO CON JÜRGEN HABERMAS (París IV, Sorbona, 1 de febrero de 2001)

ALAIN RENAUT Mi pregunta se refiere principalmente a las modalidades de una determinación posmetafísica de la filosofía como filosofía práctica, dentro de la perspectiva del «kantismo ampliado» del que tantos hablan hoy. A este respecto, usted ha con-tribuido a distinguir dos modelos: en primer lugar, un modelo que sigue siendo monológico, y que usted atribuye incluso a Rawls; en segundo lugar, un modelo genuinamente dialógico, que en su opinión sólo puede sostenerse desde una «ética del discurso».* Esto nos lleva a la cuestión de si podemos pasar sin una referencia al paradigma kantiano de subjetividad, aun en el contexto de una filosofía de la comunicación basada en el giro lingüístico. Por lo que se refiere a la constitución de las verdades prácticas, podría estar de acuerdo con usted en que su perspectiva es ciertamente la más relevante. Somos modernos y no disponemos de ningún mundo inteligible que nos proporcione ideas listas para usar, de modo que no tenemos otra opción que inventar verdades prácticas. Es más, si uno no confía en la idea de que es posible algún tipo de intuición moral de aquellas verdades prácticas, no puede esperar descubrirlas en sí mis-mo, sino que sólo puede esperar encontrarlas a través de procedimientos de argumentación que nos exijan adoptar el punto de vista de otros, en lo que sería algo así como una aplicación efectiva del imperativo categórico. Sobre este aspecto comparto plenamente su punto de vista. Pero si nuestro proyecto moral o ético en general (es decir, la intencionalidad de la ética) debe basarse en la responsabilidad, ¿acaso podemos pasar sin la referencia a un horizonte de autonomía o subjetividad en ausencia del cual resulta difícil comprender cómo podría la conciencia práctica sentirse responsable de sus acciones? ¿No estaría usted de acuerdo en que la pretensión, esencial cuando se trata de la responsabilidad, de que somos la fuente de nuestras elecciones y decisiones requiere una referencia al paradigma de la conciencia?

• El término alemán Diskurs incluye un sentido dialógico que se pierde en castellano. Mantengo la traducción ya asentada de «ética del discurso», pero sustituyo este término por «discusión» o «debate» cuando lo exige el contexto. (N. del t.)

En este sentido, ¿no sería mejor que dejásemos atrás las «disputas de familia» que tan ocupado tienen al mundillo del «kantismo ampliado» y nos pusiéramos de acuerdo en que los dos paradigmas (la subjetividad y la comunicación) resultan igualmente indispensables por referirse a dos problemas prácticos que se plantean actualmente? En el contexto de esta intencionalidad de la ética, incluso cuando ya se ha alcanzado un acuerdo a través de la argumentación dialógica, ¿acaso el mero reconocimiento del carácter decisivo de un argumento no presupone que «yo» lo propongo, y no tiene este compromiso más que ver con mi relación conmigo mismo que con mi relación con otros? ¿No le parece que es precisamente porque «yo» no veo ningún argumento mejor (yo y nadie más que yo) por lo que me reconozco a mí mismo al final de la discusión? ¿Y que si esto último me parece legítimo es únicamente por este motivo? ¿No debería aceptarse y tematizarse un momento de monologismo en este punto? Si tal fuera el caso, ¿no deberíamos reconsiderar la tesis según la cual la filosofía de la subjetividad es anacrónica y, por lo tanto, abandonarla por completo para dejar paso a un cambio de paradigma? Si «yo» y sólo yo puedo reconocerme a mí mismo como fuente de la aceptación última del resultado de la discusión, al que se llega ciertamente sobre la base del paradigma del diálogo, pero que requiere que cada uno de nosotros lo acepte como deber sobre la base del paradigma de la subjetividad y la conciencia (es decir, en sentido monológico y ya no dialógico), ¿acaso no deberíamos admitir que estos dos paradigmas no son incompatibles? ¿Acaso la aceptación de la idea de una elaboración dialógica de las verdades prácticas (por ejemplo, los principios de la justicia) a través de las cuales me postulo a mí mismo como sujeto práctico me hace imposible pensar que el resultado de una discusión me parece legitimado porque yo, como sujeto práctico, lo acepto, y no porque es en sí mismo el resultado de una discusión? Más allá del reino del debate, sigo en la necesidad de interpretar los principios alcanzados como si hubieran sido propuestos de forma autónoma. Si no fuera así, pensaría en ellos como algo que se me ha impuesto. En tanto no se tomen en consideración las dimensiones de la aceptación y el reconocimiento (que no se refieren a mi relación con otros, sino a la relación reflexiva conmigo mismo como parte en la discusión), estaré en una situación de heteronomía en relación con estos principios. A este respecto, no veo ninguna contradicción real entre los dos paradigmas: ¿no estaría dispuesto a admitir que la «disputa de familia» que ha aparecido en la tradición kantiana contemporánea tiene que ver, de hecho, con dos perspectivas diferentes y, sin embargo, complementarias, de igual relevancia e importancia?

JÜRGEN HABERMAS El profesor Renaut plantea una cuestión profunda y difícil que precisa clarificación. No me parece que los dos paradigmas (el del mentalismo y el de la filoso-fía lingüística) puedan ser fácilmente integrados en un único esquema global (no al menos si usamos el término «paradigma» en sentido estricto). Pero tengo gran interés en comprobar si el profesor Renaut y yo diferimos realmente acerca de la importancia de la subjetividad, de la relación epistémica y práctica con uno mismo, como condición necesaria para la responsabilidad de una persona. Mi impresión es que el desacuerdo entre nosotros no es tan profundo como el que existe entre Dieter Henrich y yo mismo. Permítanme repetir antes que nada que la interpretación intersubjetivista del imperativo categórico sólo pretende ser una explicación de su significado básico, no una interpretación que reconduzca este significado en otra dirección. La transición de una reflexión monológica al diálogo pone de manifiesto un rasgo del procedimiento de universalización que permaneció implícito hasta el surgimiento de una nueva forma de conciencia histórica, a caballo entre el siglo XVIII y XIX. Tan pronto como percibimos la historia y la cultura como fuentes de una abruma-dora variedad de formas simbólicas, y de la singularidad de las identidades individuales y colectivas, también nos damos cuenta del reto que supone, en consecuencia, el pluralismo epistémico. Hasta cierto punto, el hecho del pluralismo cultural significa también que el mundo es percibido e interpretado globalmente de formas distintas desde la perspectiva de individuos distintos y grupos distintos (al menos en principio). Existe una especie de pluralismo interpretativo que afecta a la visión del mundo y a la comprensión de uno mismo, al tipo y a la relevancia de los valores y los intereses que perciben las personas, cuya historia vital se halla integrada en tradiciones y formas de vida particulares, y es configurada por ellas. Este multiplicidad de perspectivas interpretativas es la razón por la cual el significado del principio de universalización no queda suficientemente agotado por ninguna reflexión monológica a partir de la cual las máximas serían aceptables, desde mi punto de vista, como ley general. Sólo como participantes en un diálogo inclusivo y orientado hacia el consenso se requiere de nosotros que ejerzamos la virtud cognitiva de la empatía hacia las diferencias con los otros en la percepción de una situación común. Se supone que debemos interesarnos por cómo procedería cada uno de los demás participantes, desde su propia perspectiva, para la universalización de todos los intereses implicados. El discurso práctico puede interpretarse así como un modelo para la aplicación recurrente del imperativo categórico. Los participantes en la discusión no pueden esperar alcanzar un acuerdo acerca de aquello que responde igualmente a los intereses de todos, a menos que todos se so-metan al ejercicio de una «toma de perspectiva mutua», que llevaría a lo que Piaget llama un «descentramiento» progresivo de la propia comprensión ego y etnocéntrica de uno mismo y del mundo. No creo que estemos en desacuerdo respecto a este primer punto. Pero el profesor Renaut pregunta a continuación si una participación propiamente dicha en la discusión no requiere algo más que el mero seguimiento de unas reglas y la implicación en una práctica intersubjetivamente compartida («responsabilidad» en el sentido de que uno se siente obligado a responder a la demanda de justificación de los propios compromisos). Plantea la cuestión de si el discurso práctico no requiere también de los participantes, como única fuente posible de aquellas posiciones razonadas de sí o no, la autoconciencia y la clase de subjetividad íntegra que cada uno de los participantes puede atribuirse individualmente a sí mismo y sólo a sí mismo. No podría estar más de acuerdo con dichos aspectos complementarios de la subjetividad y la intersubjetividad. La única cuestión que podría resultar controvertida es si deberíamos tratar tales aspectos como aspectos desde los cuales analizamos elementos internamente relacionados que son mutuamente constitutivos. Caso de hacerlo así, no podemos sino concebir a los «individuos» como personas que se individualizan a través de la socialización; como tampoco podemos rechazar en tal caso la estrategia de conceptualizar la «subjetividad» como el resultado de relaciones epistémicas y prácticas con uno mismo que emergen de, o están integradas en, relaciones de uno mismo con otros. Permítanme ilustrar esta estrategia con dos comentarios. La noción de «autonomía» de Kant difiere esencialmente de la noción de libertad subjetiva que conocemos sobre todo a través de la tradición empirista. El contraste entre Willkür y freier Wille puede explicarse en términos del tipo de razones por las que nuestra voluntad «permite» que se la limite. En el caso de la libertad subjetiva, la voluntad se ve limitada por máximas de prudencia, digamos que por cualesquiera preferencias o motivaciones racionales que pueda tener circunstancialmente una persona concreta. En este caso, el acto de libertad aparece como parte de la conciencia de un sujeto singular. En el caso de la autonomía, en cambio, la voluntad se encuentra limitada por máximas que superan el test de universalización. La voluntad de una persona se ve afectada por razones que deben contar igualmente para todas las demás personas (en la medida en que sean vistas como miembros de una comunidad moral). Esta interpenetración de la voluntad libre y la razón práctica permite concebir la comunidad moral como una comunidad inclusiva y autolegisladora de individuos libres e iguales, que se sienten obligados a tratarse unos a otros como fines en sí mismos. En el caso de la libertad subjetiva, uno puede imaginarse perfectamente que algunas personas son libres, mientras que otras no, y que algunas disfrutan de más libertad que otras. La autonomía, en cambio, no es un concepto distributivo y no puede alcanzarse individualmente. En este sentido fuerte, una persona sólo puede ser libre si todas las demás son igualmente libres. El punto que me gustaría subrayar es el siguiente. Con esta noción de autonomía, el propio Kant ha introducido un concepto que sólo puede explicitarse enteramente dentro de un marco intersubjetivista. Y como esta idea se halla entretejida con el concepto de razón práctica, y ambas son constitutivas del concepto de personalidad, sospecho que sólo podemos rescatar la sustancia de la filosofía práctica de Kant dentro de un marco que nos impida desarrollar el concepto de subjetividad con independencia de sus relaciones internas con la intersubjetividad. El segundo comentario se refiere inmediatamente a la objeción del profesor Renaut: «Incluso cuando ya se ha alcanzado un acuerdo a través de la argumentación dialógica, ¿acaso el mero reconocimiento del carácter decisivo de un argumento no presupone que “yo” lo propongo, y no tiene este compromiso más que ver con mi relación conmigo mismo que con mi relación con otros?». Yo sugeriría que el «sí» o el «no», las decisiones afirmativas o negativas de los participantes en la argumentación no deben concebirse según el modelo de la libertad subjetiva o Willkür. Lo que obliga a los participantes en el debate práctico es la fuerza vinculante de un tipo de razones que se supone deben convencer igualmente a todos los demás (no sólo razones que reflejan preferencias mías o de otras personas, sino razones a la luz de las cuales todos los participantes podrían descubrir conjunta-mente, frente a cualquier cuestión que necesitara regulación, qué tipo de práctica responde igualmente a los intereses de todos. Por supuesto, la autoconciencia y la capacidad de adoptar una actitud reflexiva hacia las propias creencias, los deseos, las orientaciones axiológicas y los principios, incluso el propio proyecto vital en conjunto, son requisitos necesarios para el discurso práctico. Igual importancia, sin embargo, tiene otro requisito. Los participantes deben estar dispuestos, en el momento en el que entran en tal práctica argumentativa, a cumplir con las expectativas de cooperación en la búsqueda del tipo de razones que también resulten aceptables para los otros y, aun más, a dejarse influir y motivar ellos mismos en sus respuestas de «sí» o «no» por estas razones, y sólo por éstas. Las presuposiciones pragmáticas del discurso hacen posible cumplir ambos requisitos de forma simultánea. El discurso garantiza ambas condiciones: — primera condición: que todo participante individual es libre, en el sentido de tener la autoridad epistémica en primera persona de decir «sí» y «no». En esto coincido plenamente con el profesor Renaut; pero también debe garantizar la segunda condición: — que esta autoridad epistémica se ejerza de acuerdo con la búsqueda de un acuerdo razonado, de modo que sólo se seleccionen soluciones que sean racionalmente aceptables para todos los implicados y afectados.
La primera condición, la libertad comunicativa, no puede aislarse de, u ob-tener prioridad sobre, la segunda condición, que consiste principalmente en una orientación hacia el consenso. Esta última orientación refleja el sublime lazo social: una vez que entramos en la práctica argumentativa, permitimos que se nos enrede, por decirlo así, en un lazo social que se preserva incluso entre participantes en la muy divisiva práctica de la competición por los mejores argumentos.
(Para una caracterización del paradigma mentalista, véase J. Habermas, Verdad y justificación, op. cit., págs 109-111.)

ALAIN BOYER En Mit Habermas gegen Habermas denken, K.-O. Apel sostiene que, como usted no acepta su llamada «fundamentación trascendental» de la racionalidad, está comprometido con una forma de falibilismo próxima a la que defienden los racinalistas críticos, es decir, los popperianos. En términos más generales, y aparte de las posibles diferencias de punto de vista político, ¿cuáles son, en su opinión, las principales y más profundas diferencias filosóficas entre la discusión crítica en el sentido de los popperianos y su propia perspectiva sobre lo que está en juego en la «ética del discurso»? ¿Es su debate con los racionalistas críticos, dejando aparte los conflictos irrelevantes o los desacuerdos personales, una especie de «disputa de familia» entre racionalistas y, añadiría yo, reformistas? Popper pretendía en 1944 que la elección de la racionalidad no podía verse como una elección racional, sino, en último término, como una elección moral (el rechazo de la violencia, la aceptación del hecho de que los otros son críticos potenciales de mis propias opiniones falibles…). Bartley, uno de los discípulos de Popper, sostuvo que dicha posición era demasiado «fideísta» y propuso un «racionalismo crítico comprehensivo», asociado a una «ecología de la racionalidad». ¿Cuál es su opinión acerca de este debate?

JÜRGEN HABERMAS Creo que es algo más que una mera disputa de familia lo que hay entre el racionalismo crítico de Popper y el planteamiento de Apel o el mío. La cuestión aquí no es el falibilismo. Peirce, a quien sigo en este punto, combina el falibilismo con el antiescepticismo en su concepción del conocimiento. La diferencia viene marcada más bien por la línea divisoria entre una noción débil y una noción fuerte de racionalidad. Yo defiendo una noción comprehensiva de la racionalidad comunicativa combinada con un modelo holista de justificación (véase Verdad y justificación, op. cit., págs. 32-62), mientras que Popper prefiere la versión weberiana de la racionalidad estratégica o instrumental y se mantiene fiel a un modelo deductivo de justificación. Hay dos implicaciones que me gustaría mencionar. La primera y más evidente implicación tiene que ver con la filosofía práctica. Popper no es cognitivista en relación con las cuestiones morales. Asimila los juicios morales a evaluaciones y opta por una explicación decisionista o voluntarista de ambas: las orientaciones o actitudes axiológicas dependen de los estándares que elegimos. Popper no admite ningún procedimiento o principio, como el de universalización, que permita la adopción racionalmente motivada de estándares de valores. La elección de valores depende de lo que Weber ha llamado el «conflicto de dioses y demonios». El propio profesor Boyer señala una segunda implicación de la noción débil de racionalidad. Popper defiende la posición fideísta según la cual la adopción de una actitud crítica y no dogmática es una cuestión de fe, no de argumentos. En último análisis, la razón aparece también como un valor entre otros. La teoría de la acción comunicativa es, por contraste, un intento de dar una versión plausible de por qué una persona socializada en un lenguaje y en una forma de vida cultural no puede sino implicarse en prácticas comunicativas y, por lo tanto, asumir ciertas presuposiciones pragmáticas, presumiblemente generales. La reconstrucción del contenido intuitivo de estas presuposiciones ineludibles de la acción comunicativa revelará la red de idealizaciones suscritas, sin alternativa posible, por todo sujeto que hable e interactúe, en la medida en que participe de algún modo en tales prácticas culturales.

ARNAUD DESJARDIN ¿Qué relación mantiene hoy su obra con la de Karl-Otto Apel? Es un hecho bien conocido que ambos contribuyeron a la elaboración de los principios de la «ética del discurso», cuyo objeto era proporcionarnos una nueva formulación del proyecto kantiano de una fundamentación objetiva de las normas prácticas, donde el paradigma kantiano de la subjetividad quedara sustituido por el paradigma de la comunicación. A pesar de esta comunidad de intenciones, han surgido desacuerdos entre ustedes acerca del método para conseguirlo: — Una primera diferencia tenía que ver principalmente con la posibilidad y la necesidad de una «justificación última» (Letztbegründung) del principio de universalización (U): Apel piensa que es posible y necesario encontrar este principio y moviliza a tal efecto el argumento trascendental de la contradicción performativa. Usted sostuvo que este argumento era débil y se remitía a ideas (por ejemplo, la subjetividad) que el propio Apel criticaba. ¿Ha evolucionado su posición en esta materia? — Una segunda diferencia se refiere al problema planteado por la aplicación de los principios de la ética del discurso. En Diskurs und Verantwortung, K.-O. Apel aborda la cuestión de la aplicación responsable de la ética del discurso. Considera que el principio de universalización es en sí mismo insuficiente y que se requiere la incorporación de un principio específico, basado en la idea kantiana de progreso, para completarlo. ¿Sigue pensando usted que esta incorporación es innecesaria y que incluso contradice el carácter deontológico de la ética del discurso? En tal caso, ¿deberíamos considerar que sus respectivas posiciones han tomado definitivamente caminos separa-dos e independientes? ¿Cómo cumple su propia versión de la ética del discurso con los requisitos de una aplicación responsable de las normas prácticas?

JÜRGEN HABERMAS Antes que nada permítanme asegurarles que no existe ningún otro colega vivo de quien haya aprendido tanto como de mi amigo Karl-Otto. Los dos desacuerdos que señala el señor Desjardin son ciertamente los más importantes, y toda-vía persisten. Por lo que se refiere a la cuestión del Letztbegründung o la fundamentación última, yo sigo una estrategia menos deductiva en la construcción del sistema. Karl-Otto sigue creyendo que hay un metadiscurso o un razonamiento autorreferente trascendental que proporciona una posición privilegiada a la filosofía. Yo tengo una imagen distinta de la cooperación entre la filosofía y la ciencia: una visión pluralista de varios discursos teóricos que, en el mejor de los casos, deberían encajar entre sí sin que ninguno de ellos pueda plantear pretensiones de prioridad desde una perspectiva fundacionalista o reduccionista (filosofía o teoría social versus física, biología y neurofisiología). Si uno sigue a Apel en sus intentos de desarrollar su Letztbegründungsargument —hay muchos artículos en los que desarrolla su argumento fundacionalista, y también pueden consultar los libros de sus muy brillantes e inteligentes alumnos, entre ellos Marcel Niquet, por ejemplo— resulta fácil identificar algunos presupuestos de los que depende el argumento central. Lo que se requiere para tal argumento es una cierta concepción del lenguaje y de la comunicación, una cierta descripción de la argumentación, una cierta comprensión de la justificación y de los argumentos trascendentales. Todo esto debe darse por supuesto antes de que Apel pueda desarrollar su argumento. Ahora bien, todos estos presupuestos marcan otras tantas controversias. No digo que Apel no pudiera ganar tales controversias, sino que, para hacerlo, tiene que entrar en un tipo de argumentación que es simplemente la argumentación normal, y pienso que no hay otra cosa. El proyecto de la Letztbegründung está colgado de tantas pinzas que la estrategia de encontrar un único argumento definitivo no tiene ninguna perspectiva de éxito. El segundo problema es la aplicación. Sigo a Klaus Günther en su distinción entre los discursos de aplicación y los discursos de justificación como pasos necesarios para llegar a conclusiones morales o legales singulares en un caso conflictivo. Pienso que esta secuencia nos permite evitar algunas dificultades bien conocidas del planteamiento kantiano, que lamentablemente desarrolla la justificación y la aplicación de las normas morales en un único y mismo paso. Apel está pensando en algo distinto cuando habla de aplicación, o la «parte B» de la ética del discurso. Se refiere al grave problema del tipo de práctica que se dirige a la promoción de aquellas condiciones cuyo cumplimiento se halla ya presupuesto en el discurso práctico ordinario: en primer lugar, las condiciones económicas, sociales y cultura-les para una participación inclusiva y competente de todos los implicados en el discurso práctico; y, en segundo lugar, la condición de que todas las partes dispuestas a conformarse a normas intersubjetivamente reconocidas puedan efectivamente esperar de todas las demás que se comporten del mismo modo. Debe esperarse que todo el mundo cumpla efectivamente con las normas justificadas (Das ist die Zumutbarkeitsbedingung). Esta práctica metamoral al servicio de la mejora de las con-diciones necesarias para la única situación a la que puede aplicarse el procedimiento discursivo para la resolución de los problemas morales nos pone frente al dilema de Robespierre de las consecuencias inmorales de una praxis moralizante. (Trato el problema de la crítica de Hegel en el último capítulo de Verdad y justificación.) No veo qué podría aportar a la resolución de este problema el hecho de convertir un fin político en un principio moral. Una teoría deontológica que explica cómo justificar y aplicar normas generales no puede conceder prioridad normativa a ningún propósito particular sobre tales normas, dado que la persecución de tal fin —por más elevado que sea— requiere un compromiso entre el razonamiento normativo y el prudencial. Pienso que este problema clásico de cualquier ética de la revolución no puede resolverse en el marco de la teoría moral. Pero puede quedar difuminado en el marco de un Estado constitucional donde se institucionalice el reformismo democrático como una parte normal de la política. Los ciudadanos pueden con-templar entonces la constitución como el proyecto colectivo de una realización cada vez más exhaustiva de un sistema ya establecido de derechos básicos. Los ciudadanos que participan en la persecución de este proyecto colectivo pueden pro-mover con total coherencia la mejora de las condiciones para un acceso apropiado a la política deliberativa y una debida participación en ella, mientras que, al mismo tiempo, pueden esperar racionalmente la aplicación de la norma a la que debe con-formarse el comportamiento.

ALBAN BOUVIER Una de las principales objeciones que se plantea desde las ciencias sociales contra sus concepciones es que usted ha construido una «gran teoría» (especial-mente en Teoría de la acción comunicativa) siguiendo en cierto modo los pasos de Talcott Parsons, en quien de hecho usted reconoce un modelo. De modo no muy distinto a como hizo él, usted ha elaborado una síntesis crítica magistral de numerosos teóricos sociales clásicos. Este interés constante por comparar y discutir teorías, con objeto de integrar todos los debates gracias a una cultura absolutamente fascinante, plantea, sin embargo, algunas cuestiones: ¿construye usted realmente una teoría de la sociedad, cuyo propósito principal debería ser ofrecer una mejor explicación o comprensión del mundo social, por más que al mismo tiempo desarrolle usted una evaluación crítica respecto a esta sociedad? ¿O construye usted más bien una teoría de teorías de la sociedad que vendría a ser una especie de «metateoría», que tal vez nos enseñe mucho sobre teorías pero, en último término, no demasiado sobre las sociedades mismas? Como resultado, no sorprende que cuando los científicos sociales y políticos tratan de integrar las ideas desarrolladas por usted en sus discusiones para completar o equilibrar, por ejemplo, el «modelo del mercado», que se halla bastante ex-tendido en este campo de investigación, no conserven mucho más de su obra que la sencilla idea del «modelo del foro», que es de hecho una idea bastante común. Lo que los científicos sociales toman a menudo como una falta de vocación realmente empírica o concreta tiene algunas implicaciones en filosofía política, donde no se trata sólo de comprender o siquiera de evaluar, sino de actuar: la aplicación de la «ética del discurso» a las cuestiones de la política concreta en forma de un modelo de «política deliberativa» es, sin duda, una idea bonita e interesante, pero ¿es en realidad algo más que una nueva utopía nebulosa?

JÜRGEN HABERMAS Haré tres comentarios en respuesta a la crítica del profesor Bouvier. 1) Por lo que se refiere al estilo de la teoría de la acción comunicativa, es cierto que escogí un modelo hegeliano de desarrollar mi teoría social a través de una crítica de otras teorías sociales. Pero no veo nada malo en esta forma de presentación. Los resultados de este razonamiento dialéctico, si se me permite llamarlo así, quedan en cada caso resumidos de una forma sistemática. De modo que mi pretensión no es que sea una metateoría, sino una continuación de la teoría social clásica. Hay muchos o varios ejemplos contemporáneos de ello: Touraine, Bourdieu Luhmann, incluso Giddens. 2) Por lo que se refiere al valor de uso de tales teorías, tienen una dimensión histórica en la medida en que presentan una interpretación de la dinámica o el esquema evolutivo de la modernización social y cultural. Estas teorías comprehensivas tienen la ventaja de presentar una perspectiva desde la cual los fenómenos de largo recorrido, como los que van de las sociedades preindustriales, pasando por las industriales, hasta las postindustriales, pueden percibirse como fenómenos evolutivos. La discusión actual sobre la globalización y el capitalismo transnacional, sobre su dimensión económica, o la discusión sobre la transformación de las relaciones internacionales en una constelación posnacional, dentro de una dimensión cosmopolita, son ejemplos claros. Estas teorías generales tienen también una debilidad evidente: la elección del marco de interpretación es en cierta medida arbitraria en el paso inicial. Por supuesto, toda teoría viene determinada por la evidencia empírica, pero los esquemas conceptuales de las teorías generales son explicativos a un nivel tan elevado de abstracción que el control desde la evidencia empírica resulta demasiado vago. Éste es el motivo por el cual las personas que se dedican a tales proyectos, como Parsons o yo mismo, se interesan por incorporar otros con-troles para la elección de los conceptos básicos o los marcos conceptuales. La elección del modelo interpretativo no sólo puede justificarse en términos de evidencia empírica (si funciona o no), sino también por una evaluación de las herramientas teóricas. La cuestión de si la teoría de la acción comunicativa que yo empleo puede sostenerse debe evaluarse en función de diferentes tipos de evidencia. Así, mi propia propuesta de interpretar de cierto modo los procesos de modernización depende de una teoría pragmática del lenguaje que debo defender en un universo de discurso harto distinto del de la teoría social. También depende de una cierta teoría de la racionalidad, que forma parte de una cierta teoría moral, que a su vez se emplea para el análisis de fenómenos legales, etc. La mía es una imagen pluralista de diversas teorías que deben encajar tanto entre ellas como con los hechos. 3) Usted menciona el «foro» frente a los modelos de «mercado». Jon Elster propone un ejemplo de la debilidad complementaria del tipo de teoría que usted parece preferir, por ejemplo, la teoría de la elección racional aplicada a la política electoral o a las estrategias del mundo de los negocios. Estas teorías de nivel medio, digamos, exigen específicamente un marco de análisis más limitado. Como consecuencia, dependen de premisas que no están incluidas en la teoría y no pueden evaluarse dentro de su marco. El modelo del foro de Jon Elster es un ejemplo de cómo puede extenderse más allá de sus límites el modelo de la elección racional.
Elster extiende el modelo de tal modo que ya no se halla confinado a las preferencias dadas en una determinada población, sino que se vuelve sensible a las complejas causas que intervienen en la formación de las preferencias. Hay diferentes tipos de teorías, utilizan métodos diferentes y disfrutan de diferentes ventajas y desventajas. En consecuencia, la elección de uno de estos tipos no implica necesariamente el desprecio por los otros.

PATRICK SAVIDAN En los últimos años, destacados defensores del liberalismo o del republicanismo han reformulado radicalmente el valor de la pertenencia cultural, y han señalado, tomando como referencia los conceptos de nación y de pueblo, que la cultura puede ser relevante para la libertad individual en el sentido de proporcionar a los miembros elecciones con sentido respecto a sus vidas, tanto privadas como públicas. A mí me parece que, por lo que a usted se refiere, la cultura debe seguir interpretándose como un obstáculo para la libertad. Esto queda particularmente claro en la poderosa teoría del Estado y de los derechos que desarrolló en Facticidad y validez y en La inclusión del otro,* donde confía en una distinción entre culturas y en lo que llama una «cultura política general», que debe ser común a todos los ciudadanos para el mantenimiento de la sociedad. Sin embargo, si se examina con, más detalle esta cultura política general, podría pensarse que es una cultura más bien «acultural» en comparación con lo que entiende por tal Will Kymlicka, por ejemplo, en Ciudadanía multicultural.**
¿Podemos (debemos) disociar la «cultura política» y las «subculturas»? ¿Son estas subculturas realmente prepolíticas? Usted vincula explícitamente su posición con la tradición republicana, pero si tomamos en consideración las versiones contemporáneas de las teorías republicanas y libera-les, ¿no se acerca más bien su posición actual a la tradición liberal en lo que se refiere a sus concepciones del Estado-nación y de la ciudadanía? Por último, ¿qué conexión establecería usted entre su idea de «constelación posnacional» y el debate teórico que le enfrentó con la hermenéutica filosófica de Gadamer?

JÜRGEN HABERMAS Permítanme referirme únicamente a la cuestión principal. El reciente debate sobre el multiculturalismo ha llevado a una revisión del modelo clásico de la ciudadanía «neutral en cuanto al color», y Will Kymlicka ha desarrollado una noción de ciudadanía multicultural con la que coincido plenamente. La ciudadanía es un estatus que se define en términos de derechos civiles. Pero también debemos considerar que los ciudadanos son personas que han desarrollado sus identidades personales en el contexto de ciertas tradiciones, en entornos culturales específicos, y que necesitan tales contextos para mantener sus identidades. En ciertas situaciones, deberíamos ampliar el catálogo de los derechos civiles para incluir derechos culturales. Éstos son derechos que garantizan a todos los ciudadanos, en términos de igualdad, el acceso a una tradición y la participación en las comunidades culturales que ellos escojan para estabilizar su identidad. Lo que se amplía en este caso es el acceso a un entorno cultural. Este modelo lleva consigo, evidentemente, el peligro inherente de la fragmentación. Ya conocen el argumento de los Républicains franceses. Una comunidad política no debe desintegrarse en la multiplicidad de sus subculturas, y pienso que esto sólo puede asegurarse bajo la condición de que todos los ciudadanos puedan reconocerse, por encima de las barreras entre sus respectivas subculturas, en una y la misma cultura política. Ello requiere al menos una cierta disociación de la cultura política respecto a las diversas subculturas. Puede decirse que esta cuestión adquiere la máxima relevancia en procesos en los que las culturas minoritarias entran en conflicto con las culturas mayoritarias. Históricamente, es evidente que en la mayoría de los casos la cultura mayoritaria ha determinado (y digo esto en Francia) la cultura política en general. A medida que las subculturas reprimidas van tomando conciencia de sus propias tradiciones específicas, y lo que era supuestamente una cultura homogénea se convierte cada vez más en una sociedad «multicultural» (en el sentido actual del término), la presión para el reajustamiento trabaja, hasta cierto punto, en la dirección de una disociación de la cultura política respecto de la cultura de la mayoría. No soy más liberal que republicano, tal como defendí en Facticidad y validez.

PIERRE DEMEULENAERE ¿Cómo debemos interpretar el estatus de la acción comunicativa en relación con ciertos intercambios económicos estrechamente asociados a la noción de libertad? De acuerdo con la perspectiva propuesta en Teoría de la acción comunicativa, ¿acaso deberíamos oponer, por un lado, la acción comunicativa al sistema social por lo que respecta a uno de sus medios, a saber, el dinero? En tal caso, ¿no cree usted que eso nos llevaría a devaluar las normas asociadas con la libertad de intercambio (libertad, reciprocidad y beneficio mutuo) por más que tales normas estén estrechamente relacionadas con las normas de la acción comunicativa en cuanto opuestas a la acción estratégica según la define Weber? Por otro lado, si los principios de la distribución de recursos son objeto de consenso, ¿cómo podemos articularlos, desde el punto de vista de la acción comunicativa, para la posible promoción del intercambio y de las normas antes mencionadas? ¿Qué normas específicas pueden prevalecer para la justificación de tales principios de distribución? ¿Acaso se descubren, en el proceso de la discusión, como algo externo a ella, o pueden derivarse (como las propias normas del intercambio) de las normas de la acción comunicativa?

JÜRGEN HABERMAS Las cuestiones que plantea son muy interesantes. Pero me temo que dependen de una interpretación de mi teoría que no comparto. Mi idea, en términos generales, es que las complejas sociedades contemporáneas se hallan en cierto sentido integradas a través de tres medios o mecanismos. El «dinero» como medio se institucionaliza, por decirlo así, en términos de «mercado»; el «poder» como medio se institucionaliza en las organizaciones; y la «solidaridad» se genera en virtud de normas, valores y comunicación. Usted me pregunta si no hay normas inherentes al mecanismo del mercado. Yo formulo la cuestión de un modo ligeramente distinto, a saber: el mecanismo del mercado se institucionaliza en términos de los elementos básicos del derecho privado (el contrato y la propiedad). Esta institucionalización legal está diseñada, si se me permite describirlo así, con el objeto de que los participantes en el mercado puedan actuar estratégicamente. Son libres de hacer lo que quieran. Calculan, piensan en términos de ganar y perder. Por supuesto, soy consciente de que la economía política se desarrolló a partir de la filosofía moral. En este sentido, Hayek, el abuelo de nuestros teóricos neoliberales, sigue dentro de la tradición de Adam Smith. Mantiene la expectativa de que en condiciones ideales los mercados satisfarían también ciertos principios de justicia distributiva, y explica por qué debe ser así. Como tales condiciones ideales no se cumplen ni si-quiera de manera aproximada, y como el modelo de producción capitalista, al me-nos hasta el momento, genera habitualmente unas desigualdades distributivas que no pueden justificarse desde la perspectiva del propio Hayek, debemos confiar por el momento en políticas compensatorias. Pienso que nuestros principios de justicia se institucionalizan a través de una constitución democrática. La lucha por, y la controversia sobre, los principios específicos de justicia distributiva deberían estar sujetos a una evaluación democrática más que a una especulación teórica sobre cómo funcionan o dejan de funcionar los mercados. Actualmente existe un interesante debate filosófico acerca de cómo debe concebirse la justicia en las sociedades contemporáneas: el enfoque de las capacidades de Sen, el moderno enfoque utilitarista de la oportunidad, y el enfoque de los recursos de Dworkin son las versiones más sofisticadas; el segundo principio de Rawls indica otro (e informa un enfoque socialdemócrata). Por supuesto, no pretendo discutir que todos estos principios deban ser desarrollados por expertos (en este caso incluso los filósofos son expertos), pero en último término deberían ser los ciudadanos quienes decidieran.

PASCAL ENGEL Usted es uno de los pocos filósofos de la tradición «continental» que ha tratado de establecer un diálogo con la tradición analítica. «Filosofía analítica» es hoy sin duda una expresión muy vaga, que cubre muchas empresas distintas y muchos estilos de hacer filosofía. También cubre un gran número de doctrinas sustantivas y filosóficas, y no todas armonizan en un todo integrado. Mi pregunta general es: ¿hasta qué punto está usted preparado para aceptar, desde su propio punto de vista filosófico, este estilo y algunas de las principales doctrinas analíticas?
Podemos dividir esta pregunta en dos subpreguntas, una sobre el estilo y otra sobre las doctrinas sustantivas:1. Estilo: una de las principales características de la filosofía analítica es su orientación hacia un análisis conceptual (y a menudo lógico) preciso y detallado de los conceptos, asociado al intento de elaborar definiciones, contradefiniciones, tesis, ejemplos y contraejemplos, por ejemplo acerca de conceptos filosóficos específicos como los de verdad, justificación, aseverabilidad, creencia, condiciones contra-fácticas, disposiciones, universales, etc. Usted discute algunas de estas nociones en su obra reciente, por ejemplo las de verdad y justificación. Pero ¿hasta qué punto está dispuesto a entrar en una discusión específica y detallada acerca de tales nociones? Por ejemplo, el concepto de verdad es objeto de un análisis filosófico extremadamente complejo, en el que se discuten teorías de la verdad como la correspondencia, la coherencia, la aseverabilidad justificada, junto con cuestiones acerca del carácter «redundante» (Ramsey) y «desentrecomillador» [disquotational] (Tarski, Quine) del predicado de verdad. Sin embargo, usted sólo hace alusiones superficiales a tales cuestiones en sus escritos. También parece criticar la tradición analítica por ignorar el significado general de tales nociones y por no intentar integrarlas en una perspectiva filosófica global sobre las presuposiciones generales de la época. Así pues, en último término, ¿puede llegar muy lejos con un compañero de viaje analítico?
2. Sustancia: usted parece asimilar buena parte de la filosofía analítica con-temporánea al «giro lingüístico», y su forma preferida de entrar en diálogo con esta tendencia es llamar la atención sobre el hecho de que tiene muchos puntos en común con la tradición hermenéutica. Sin embargo, desde hace al menos treinta años, el giro lingüístico ha dejado de ser algo distintivo de la filosofía analítica, que en muchos círculos se ha vinculado estrechamente a un retorno a doctrinas tales como el mentalismo, el naturalismo y la metafísica realista, especialmente en su alianza con las ciencias cognitivas. Naturalmente, no todos los filósofos analíticos coinciden con estas tendencias (por ejemplo Dummett o Putnam). ¿Hasta qué punto esta-ría usted dispuesto a dialogar con estas tendencias naturalistas? ¿Considera que son una manifestación de una especie de regresión al empirismo o a una forma de pensamiento prekantiano? Dentro de la tradición germano-austriaca, dichas tendencias han estado presentes en las obras de Bolzano, Herbart, Fries, Beneke y la escuela de Brentano. ¿Considera usted que ha llegado el momento de rehabilitar esta parte de la filosofía empirista y realista germano-austriaca, o que son las reliquias de una época pasada?.

JÜRGEN HABERMAS Coincido con su descripción de la situación actual en la filosofía analítica y también con su identificación de los precursores de ciertas tendencias naturalistas en la filosofía alemana del siglo XIX. En Verdad y justificación, distingo entre dos significados del giro lingüístico. Personalmente pienso que el paradigma lingüístico es una alternativa al paradigma mentalista, pero otros lo tomaron meramente como una especie de innovación metodológica. Emplearon las herramientas de la semántica formal y el análisis lógico con el único objetivo de resolver el viejo problema de Hume y Kant (por citar a Rorty). Si me concede, por amor de la argumentación, esta distinción entre un sentido fuerte y otro débil del giro lingüístico diría que ni Quine ni Carnap se giraron hacia un nuevo paradigma, sino que al principio sólo lo hizo Wittgenstein en su Tractatus. Wittgenstein marca este cambio cuando escribe que la gramática del lenguaje es la esencia del mundo. Tal como lo expresa Dummett en su libro sobre la historia de la filosofía analítica, sólo con este paso se obliga a los pensamientos a «salir de la mente». Si los significados no son «nada que esté en la mente», tal como sostiene Putnam, sólo queda el lenguaje como medio intersubjetivo para su encarnación. Es un cambio de perspectiva que Carnap no hubiera aceptado nunca.

PASCAL ENGEL ¿Cree usted eso, personalmente?

JÜRGEN HABERMAS Sí. Volviendo a su pregunta, debo confesar que no estoy demasiado interesa-do en la tradición a la que usted se refiere. Me identifico más bien con la línea de Kant, Hegel, Humbold, el pragmatismo y demás. Pero evidentemente la filosofía no es una cuestión de gusto, los enfoques filosóficos deben juzgarse en sus propios términos, y en este punto todos estamos en el mismo barco.

PASCAL ENGEL Si usted es pragmatista, ¿no debería ser realista?

JÜRGEN HABERMAS Sí, soy un realista respecto a la cuestión epistemológica y un constructivista en cuestiones morales. Soy un realista, aunque sólo en cierto sentido, un realista posterior al giro pragmático. Estoy convencido de que en la práctica no podemos sino oponer un mundo de entidades independientes de nuestra descripción; un mundo que es más o menos el mismo para todos.

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