domingo, 1 de junio de 2008

"El uso de las palabras y el silogismo de la emancipación" por Jacques Ranciere.

Extracto del Libro "En los bordes de lo político", cap. Los usos de la democracia, de Jacques Ranciere.
Si deseas el libro completo, por favor solicítalo a nuestra casilla de mail y en lo inmediato te lo ennviaremos.
Darío Yancán.






... Voy a examinar aquí la historia de una idea y de una práctica de la Francia del
siglo XIX: la idea y la práctica de la emancipación de los trabajadores. Esta idea se
establece, en efecto, a través de todo un sistema de discursos y de prácticas que
rechazan completamente el discurso de la verdad escondida y de su
desmistificación. La experiencia militante obrera asume en este punto un aspecto
bastante singular para nuestros hábitos de pensamiento, a saber, como una suerte
de verificación de la igualdad. Como se sabe, la ciencia social se ha ocupado,
fundamentalmente de una cosa: verificar la desigualdad.Y, de hecho, ha podido
probarla siempre. Frente a esta ciencia de la crítica social que redescubre
perpetuamente la desigualdad parece interesante sacar a luz esas prácticas que se
han asignado, precisamente, la tarea inversa. A partir de allí, podremos
preguntarnos, llegado el caso, quién es el más ingenuo, quien verifica la igualdad
o la desigualdad; o si ese mismo concepto de ingenuidad tiene, en este punto,
alguna pertinencia.

Después de la revolución de 1830 se ve aparecer en Francia una multitud de
publicaciones, folletos y diarios obreros que desarrollan, fundamentalmente, la
misma cuestión : ¿son o no son iguales los Franceses? Esos textos, que suelen
acompañar los movimientos de huelga u otros movimientos, presentan
aproximadamente la forma de un silogismo.

La premisa mayor del silogismo es simple. La Carta que acaba de promulgarse en
1830 dice en su preámbulo que todos los franceses son iguales ante la ley. Esta
igualdad constituye la premisa mayor del silogismo.

La premisa menor del silogismo está tomada de la experiencia inmediata. Por
ejemplo, en 1833 los obreros-sastres de París se declaran en huelga porque los
dueños se niegan a responder a sus peticiones respecto a las tarifas, la jornada de
trabajo y ciertas condiciones de laborales. La premisa menor del silogismo se
desarrollará más o menos así: ahora bien, el señor Schwartz, dirigente de la
coalición de los dueños se niega a escuchar nuestras razones. En efecto, le
presentamos nuestras razones para una revisión de tarifas, que él puede verificar.

Ahora bien, éste se niega a verificarlas. Por lo tanto no nos trata como iguales y
contradice la igualdad inscrita en la Carta.

Otra forma del mismo silogismo: el mismo señor Schwartz se reúne con sus
colegas y se concierta con ellos para resistir a las demandas de los obreros.

Organiza así una coalición entre los dueños. Ahora bien, la ley dice que las
coaliciones de empleadores son igualmente condenables que las coaliciones de
obreros. Y sin embargo sólo los obreros son perseguidos por la justicia. También
allí la igualdad se encuentra contradicha.

Otro ejemplo de esa misma época: la ley dice que los franceses son iguales. Ahora
bien, el señor Persil, procurador del rey, acaba de decir en su requisitoria contra un pregonero : “Todo lo que la justicia ha hecho contra la licencia de la prensa y
contra las asociaciones políticas no serviría de nada si se pudiera describir todos
los días a los obreros su posición, comparada a la de una clase de hombres más
elevada dentro de la sociedad; repetirles que son hombres como éstos y que tienen
derecho a los mismos privilegios.” He aquí, entonces, una nueva premisa menor
de este silogismo: un representante de la ley que acaba de decir que los obreros
no son hombres como los otros.

El silogismo es simple: en la mayor encontramos aquello que dice la ley; en la
menor, lo que se dice o se hace en otro lugar, un hecho o una frase que contradicen
la afirmación jurídico política fundamental de la igualdad.

Pero hay dos maneras de pensar la contradicción entre la mayor y la menor. La
primera nos es familiar y consiste simplemente en concluir que la frase jurídico
política es una ilusión, que la igualdad postulada es una apariencia que no tiene
otro objeto que el disfrazar la realidad de la desigualdad.

Así es como razona el buen sentido de la desmistificación. Pues bien, ese no es en
absoluto el camino que toman esos razonamientos obreros. La conclusión a que
llegan éstos es generalmente la siguiente: o se cambia la premisa mayor o bien la
menor. Si el señor Persil o el señor Schwartz tienen razón en decir aquello que han
dicho y hacer aquello que han hecho, hay que suprimir el preámbulo de la Carta.

Decir: los franceses no son iguales. Si, por el contrario, mantenemos la premisa
mayor, si se mantiene el preámbulo, el señor Schwartz o el señor Persil deberán
necesariamente hablar o conducirse de otro modo.

Lo interesante de esta manera de pensar radica en que ya no se opone la frase al
hecho o la forma a la realidad: se opone más bien la frase a la frase y el hecho al
hecho. A partir de lo que ordinariamente es pensado como distancia o no lugar se
crea precisamente un lugar (topos)* en el doble sentido del término: en cuanto
sistema de razones y en cuanto espacio polémico. La frase igualitaria no es
simplemente una pura nada. Una frase posee el poder que se le confiere. Ese
poder es antes que nada el poder de crear un lugar en el que la igualdad pueda
reclamarse de ella misma: en alguna parte hay igualdad; está dicho, está escrito. Y
por lo tanto puede ser verificado. Quien se asigna como tarea el verificar esa
igualdad puede fundar, a partir de allí, una práctica.

¿Cómo puede verificarse una frase? Esencialmente por los actos que cada uno
ejecuta por sí mismo. Actos que hay que organizar como prueba, como un sistema
de razones. En el ejemplo escogido, a partir de ahí resulta una transformación
determinante en la práctica de la huelga, que se convierte así en demostración.
Hasta ese momento el hecho de negarse a trabajar entraba en una lógica de
correlación de fuerzas, culminando en lo que los compagnons medievales llamaban
la damnation: cuando éstos estaban insatisfechos con los empleadores de una
ciudad, la condenaban, esto es, la abandonaban con líos y petacas e impedían que
otros vinieran a reemplazarlos. Una nueva práctica de la huelga viene a oponerse
ahora a esta lógica del no-lugar; con ella se busca transformar la relación de
fuerzas en relación de razón. Lo que no significa substituir los actos por palabras,
sino hacer de la relación de fuerzas una práctica demostrativa.

Lo que se debe demostrar es, precisamente, la igualdad. Entre las reivindicaciones
de esta huelga de obreros sastres figura una fórmula extraña para nosotros: se
piden “relaciones de igualdad” con los patrones . Una demanda que puede
parecernos ingenua o barroca; sin embargo, su sentido es claro: existen obreros,
existen dueños, pero los dueños no son dueños de los obreros*. Para decirlo de
otro modo, es preciso tener en cuenta dos relaciones: por una parte, la relación de
dependencia económica que da origen a cierto “social” (a una determinada
distribución de roles que se refleja en el orden cotidiano de las condiciones de
trabajo y de las relaciones personales), un “social” de la desigualdad. Por la otra
parte se encuentra la relación jurídico-política, la inscripción de la igualdad que
figura en esos textos fundadores de la Declaración de Derechos del Hombre en el
preámbulo de la Carta. Esa otra relación tiene el poder de crear otro “social”, un
social de la igualdad: lo que en este punto quiere decir: imponer la negociación


* Topos, en el sentido de la retórica clásica.
* Hemos traducido 'maîtres' por 'dueños', conscientes de la imposibilidad de encontrar un término castellano que guarde la precisión y multivocidad del que se ha empleado en francés; sin duda,'patrones' es demasiado extemporáneo, y supone una correspondencia artificial de relaciones de trabajo históricamente diferentes e impediría, por lo demás, comprender el juego de palabras de este pasaje
.


como costumbre, así como ciertas reglas de cortesía entre los patrones, o bien, en
lo que concierne a los obreros, el derecho de leer el diario en los talleres. Esta
igualdad social no es ni una simple igualdad jurídico-política ni una nivelación
económica. Es la igualdad que se encuentra en potencia en la inscripción jurídico
política traducida, desplazada y maximizada en la vida de todos los días.

Igualdad social que no constituye la totalidad de la igualdad; es una manera de
vivir la relación de la igualdad con la desigualdad; de vivirla y al mismo tiempo
desplazarla positivamente.

Con ello se define un trabajo de la igualdad que no puede consistir, en ningún
caso, simplemente en una exigencia al otro, o en una presión ejercida sobre él;
pues debe consistir siempre, al mismo tiempo, una prueba que uno se impone a sí
mismo. Ese es el sentido de la emancipación: emanciparse es salir de la minoría.

Pero nadie sale de la minoría social sino es por sí mismo. Emancipar a los
trabajadores no consiste en mostrar el trabajo como principio fundador de la
sociedad nueva, sino sacar a los trabajadores del estado de minoría, probar que
efectivamente pertenecen a la sociedad, que efectivamente se comunican con
todos en un espacio común, que no son solamente seres de necesidad, de queja o
de grito, sino seres de razón y discurso, que pueden oponer razón a las razones y
esgrimir su acción como una demostración. Por eso se constituye la huelga como
un sistema de razones: demostración de la justicia de las tarifas que se proponen,
comentario de los textos de los adversarios para demostrar su falta de razón,
organización económica de la huelga mediante la creación de un taller
administrado, menos como germen de un “poder obrero” del futuro que como
extensión del principio republicano a un terreno que hasta ahora le era ajeno, el
del taller. Ya que, en realidad, tal vez no sea necesario que los trabajadores posean
sus fábricas y que las hagan funcionar por su cuenta para que sean iguales: quizá
basta que demuestren, llegado el caso, que son capaces de hacerlo. Se trata, antes
que fundar un contra-poder que legisle en nombre de una sociedad futura, de
hacer una demostración de comunidad. Emanciparse no es escindirse, es afirmarse
como copartícipe de un mundo común, presuponiendo, incluso si las apariencias
dicen lo contrario, que se puede jugar el mismo juego que el adversario. De ahí la
proliferación, en la literatura de la emancipación obrera - y de la emancipación
femenina - de argumentos que tienden a demostrar que los que piden igualdad
tienen con justicia derecho a ella, que participan en un mundo común en el que
pueden probar que tienen razón y que es necesario que ello sea reconocido por el
otro.

Naturalmente, el hecho de probar que se tiene razón nunca ha obligado al otro a
reconocer su error, y siempre ha sido necesario recurrir a otro tipo de argumentos
para respaldar la propia razón. Puesto que ese derecho adquiere su potencia de
afirmación en la violencia de su inscripción. La argumentación razonable de los
huelguistas de 1833 es audible y su demostración es visible porque el evento de
1830, recordando el de 1789, los ha arrancado del inframundo de ruidos oscuros y
los han instalado por efracción contingente en el mundo del sentido y de la
visibilidad. La repetición de la frase igualitaria es la repetición de esta efracción.

Es por esto que el espacio de sentido común que ella abre no es un espacio de
consenso. La democracia es la comunidad de reparto, en el doble sentido del
término: pertenencia al mismo mundo que no puede decirse más que en la
polémica, reunión que no puede hacerse más que en el combate. El postulado del
sentido común es siempre transgresivo. Supone una violencia simbólica en
relación al otro como hacia sí mismo. El sujeto de derecho que ningún texto basta
para fundar sólo puede existir en esta doble violencia. Es, primeramente, ante sí
mismo que cada uno debe demostrar que no existe sino un solo mundo y que en
él puede dar razón de sus actos. Hannah Arendt plantea que el primer derecho es
el derecho a tener derechos. Podría agregarse que sólo tiene derechos aquel que
puede plantear la obligación racional que el otro tiene de reconocerlos.Que la
mayoría de las veces el otro se escurra es algo que no cambia para nada el
problema. El que por principio declara que el otro no lo comprenderá, que no hay
un lenguaje común, pierde fundamento para reconocerse derechos para sí mismo.

Al contrario, aquel que hace como si el otro escuchara todo el tiempo su discurso,
aumenta su propio poder y no solamente en el plano discursivo. La existencia de
un sujeto de derecho supone que la frase jurídica es verificable en un espacio de
sentido común. Que este espacio sea virtual no significa que sea ilusorio. Quien
confunde lo virtual con lo ilusorio se desarma, de la misma manera que aquél que
confunde comunidad de reparto y comunidad de consenso. La igualdad se
manifiesta sólo trazando las líneas de su propio espacio. El estrecho camino de la
emancipación pasa entre el asentimiento a mundos separados y la ilusión del
consenso. Es la misma tensión que caricaturizan los análisis que oponen lo formal
a lo real o los arrepentidos que cambian una posición por la posición contraria.
Esos análisis de ayer, que oponían la libertad y la igualdad reales a su declaración
formal, o los análisis del mañana, que oponen las buenas y sabias revoluciones de
la libertad a las utópicas y cruentas revoluciones de la igualdad, olvidan por igual
este hecho: igualdad y libertad son potencias que se engendran y crecen por un
acto que les es propio. Es precisamente lo que se comprende en la idea de
emancipación, al afirmar que no hay libertad o igualdad ilusoria, que tanto la una
como la otra son una potencia de la que conviene verificar los efectos.

Lo que quiere decir también que no existe potencia de grupo con independencia
de la potencia con que los individuos se arrancan al infra-mundo de ruidos
oscuros, afirmándose como co-partícipes de un mundo común. Por lo demás, la
idea de emancipación se ha hecho camino a través de una serie de experiencias
individuales. Tuve la ocasión de estudiar los archivos de una de esas incontables
experiencias singulares, la de un obrero que había elaborado él mismo toda una
ética e, inclusive, una economía de la emancipación, acompañado de un sistema
de cálculo de la libertad; especie de contraeconomía política con la que se
intentaba calcular la adquisición, en cada acto de la vida cotidiana, no de un
máximo de bienes, sino de un máximo de libertad.* De ahí la invención de un
estilo de vida en donde se trataba de tener cada vez menos necesidades,
trocándolas en permanencia por libertad. Sería interesante comparar esta
economía ascética - economía “cenobítica”, como la llamaba él - con las teorías
contemporáneas del actor individual y del cálculo de “costos”: podría observarse
que el extremo de la emancipación individual comunica con el sentido común.
Así, los zapatos constituyen un punto esencial en su presupuesto : el emancipado
es un hombre que marcha sin detenerse, circula y conversa, hace circular el
sentido y comunica movimiento de emancipación. Por una parte, la emancipación
del obrero pasa por un cambio de estilo de vida, por una estetización de su vida.

Por la otra, el punto de conjunción entre el hombre y el ciudadano, entre el
individuo que calcula su vida y el miembro de la comunidad, reside en que el
hombre es un ser dotado de palabra: es fundamentalmente en su calidad de ser
parlante que éste resulta ser igual a cualquier otro. Por lo demás, es precisamente
a través de los pensadores del lenguaje que el vocablo emancipación adquirió en
Francia un sentido nuevo, que sobrepasa su definición jurídica, apuntando a una
experiencia individual y colectiva nueva. En su centro, esta nueva idea de
emancipación postula la igualdad de inteligencias como condición común de
inteligibilidad y comunidad, como un supuesto que cada cual debe esforzarse en
verificar por su cuenta.**

La experiencia democrática resulta ser así la de una cierta estética de la política .

El hombre democrático es un ser de palabra, es decir es también un ser poético,
capaz de asumir una distancia entre las palabras y las cosas que no significa ni
decepción ni engaño, sino humanidad, humanidad capaz de asumir la irrealidad
de la representación. Virtud poética que es una virtud de confianza. Se trata de
partir del punto de vista de la igualdad, de afirmarla, trabajar presuponiéndola
para ver todo cuanto puede producir, para maximizar todo lo que pueda darse de
libertad y de igualdad. Quien parte, por el contrario, de la desconfianza; quien
parte de la desigualdad y se propone reducirla, jerarquiza las desigualdades,
jerarquiza las prioridades, jerarquiza las inteligencias y reproduce
indefinidamente la desigualdad.


* Cfr. Gabriel Gauny, Le Philosophe plebeï en, textos reunidos y presentados por J. Rancière,Rancière, París, La
Découverte/Presses Universitaires de Vincennes, 1983.
** Cfr. J. Rancière, Le Maitre Ignorant, Paris, Fayard, 1987 “La Communauté des égaux”.

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