sábado, 13 de septiembre de 2008

"El concepto teológico del poder" por Romano Guardini

Extraído de El Poder (Die Macht) *







I


Para tener, pues, un conocimiento más profundo del poder resulta importante conocer lo que la Revelación nos dice acerca de su esencia.


Lo fundamental se encuentra dicho ya al comienzo del Antiguo Testamento, y está en conexión con el destino esencial del hombre. Después de haber hablado de la creación del mundo, se dice en el capítulo primero del Génesis: «Dijese entonces Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella. Y Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: 'Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados, y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra» (Gn 1,26-28).


Y más tarde, en el segundo relato de la creación, se dice: «Formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gn 2,7).


En primer lugar se nos dice, pues, que el hombre posee una naturaleza diferente de la de todos los demás seres vivos. Al igual que ellos, ha sido creado, pero lo ha sido de una manera especial: a imagen de Dios. Ha sido formado de la tierra —del lodo, de donde brota el alimento del hombre—, pero en él vive un soplo del espíritu, del aliento de Dios. Y por ello está, ciertamente, inserto en el conjunto de la naturaleza, pero al mismo tiempo posee una relación directa con Dios y puede, desde ella, enfrentarse a la naturaleza. Puede —y debe— dominarla, de igual manera que debe multiplicarse y hacer de la tierra la morada de la raza humana.


La relación del hombre con el mundo se explica con más detalle en el capítulo segundo, desde la perspectiva ya antes mencionada: el hombre no debe dominar solamente sobre la naturaleza, sino también sobre sí mismo; no debe tener fuerza sólo para obrar, sino también para perpetuar su propia vida: «Y se dijo Yavé Dios: 'No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él'. Y Yavé Dios trajo ante el hombre todos los animales del campo y cuantas aves del cielo formó de la tierra, para que viese cómo los llamaría y fuese el nombre de todos los vivientes el que él les diera. Y dio el hombre nombre a todos los ganados, y a todas las aves del cielo, y a todas las bestias del campo; pero entre todos ellos no había para el hombre ayuda semejante a él» (Gn 2, 18-20).


El hombre conoce, pues, que se diferencia esencialmente del animal y que, por ello, no puede tener una comunidad vital con él ni perpetuar su vida con él.


La Sagrada Escritura prosigue diciendo: «Hizo, pues, Yavé Dios caer sobre el hombre un profundo sopor; y, dormido, tomó una de sus costillas, cerrando en su lugar con carne, y de la costilla que del hombre tomara formó Yavé Dios a la mujer, y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: 'Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne'. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne» (Gn 2,21-24).


Estos textos, cuyo eco se expande a lo largo del Antiguo y del Nuevo Testamento, nos dicen que al hombre se le dio poder tanto sobre la naturaleza como sobre su propia vida. Y manifiestan, además que este poder constituye para él un derecho y una obligación: la de dominar.


La semejanza natural del hombre con Dios consiste en este don del poder, en la capacidad de usarlo y en el dominio que brota de aquí. El destino esencial y la plenitud de valores de la existencia humana están expresados aquí: ésta es la respuesta que la Sagrada Escritura nos da a la pregunta acerca del origen del carácter ontológico del poder, de que antes hablábamos. El hombre no puede ser hombre y, además, ejercer o dejar de ejercer el poder; le es esencial el hacer uso de él. El Creador de su existencia le ha destinado a ello. Y nosotros, los hombres de hoy, hacemos bien en recordar que en el hombre que representa la evolución de la Edad Moderna —y también en el despliegue en ella realizado del poder humano—, es decir, en el burgués, actúa una inclinación peligrosa: la inclinación a ejercer el poder de una manera cada vez más profunda y más perfecta, tanto científica como técnicamente, pero sin querer reconocer esto con sinceridad, o bien disimulándolo bajo el pretexto del provecho, del bienestar, del progreso, etc. De este modo el burgués ha ejercido el dominio sin desarrollar un ethos propio de él. [1] Por ello ha aparecido un uso del poder que no está ya determinado esencialmente por la ética, y que encuentra su expresión más pura en la «sociedad anónima».


Únicamente cuando se han admitido estos hechos adquiere toda su importancia —es decir, su grandeza y su seriedad— el fenómeno del poder. La seriedad consiste en la responsabilidad. El poder humano y el dominio proveniente de él tienen sus raíces en la semejanza del hombre con Dios; por ello el hombre no tiene el poder como un derecho propio, autónomo, sino como un feudo. El hombre es señor por la gracia de Dios, y debe ejercer su dominio respondiendo ante Aquél que es Señor por su propia esencia. El dominio se convierte de este modo en obediencia, en servicio. En primer lugar, en el sentido de que debe ejercerse de acuerdo con la verdad de las cosas. Esto nos lo dice aquel pasaje —decisivo para entender el sentido del segundo relato de la creación— en que se define la esencia del hombre; la naturaleza del hombre es diferente de la del animal. Por ello, una comunidad de vida sólo resulta posible con otro hombre y no con el animal. Así, pues, el dominio no significa que el hombre imponga su voluntad a lo dado en la naturaleza, sino en que la posea, la configure y transforme por el conocimiento. Este, por su parte, capta lo que el ser es por sí mismo y lo expresa en un «nombre», es decir, en la palabra que manifiesta su esencia. El dominio es, además, obediencia y servicio, en el sentido de que se mueve dentro de la creación de Dios, y tiene la tarea de desarrollar en el ámbito de la libertad finita, en la forma de historia y de cultura, lo que Dios con su libertad absoluta ha creado como naturaleza. Así, pues, el hombre, mediante su dominio, no debe erigir autónomamente su propio mundo, sino completar el mundo de Dios, según la voluntad divina, como mundo de la libertad humana.


II


A continuación viene el relato de la prueba a que el hombre debe someterse. Podemos suponer de antemano que tal prueba estará relacionada con el elemento decisivo de su existencia, es decir, con su poder y el uso que hace de él. Eso es justamente lo que ocurre, y el profundo sentido de este relato merecería una interpretación que explicase palabra por palabra.


«Tomó, pues, Yavé Dios al hombre y le puso en el jardín de Edén para que lo cultivase y guardase, y le dio este mandato: 'De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres ciertamente morirías» (Gn 2,15-17).


El sentido de este pasaje aparece con toda claridad en cuanto se eliminan las usuales interpretaciones de tipo naturalista. Según ellas, el «árbol del conocimiento del bien y del mal» significa el conocimiento mismo, la libertad del hombre para distinguir lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto; es decir, la mayoría de edad del espíritu, a diferencia de los sueños faltos de crítica y de la ausencia de independencia personal del niño. Otra interpretación, cercana a la anterior, dice que el árbol significa la madurez sexual del hombre: la toma de posesión de sí mismo y del compañero de otro sexo en la fecundidad. Pero el sentido de tales interpretaciones se encuentra en una posición tomada de antemano, según la cual el hombre debía hacerse culpable para alcanzar la mayoría de edad, la capacidad de crítica, la madurez vital, y convertirse en dueño de sí mismo y de las cosas. Hacer mal constituiría, en consecuencia, un camino hacia la libertad. Basta con examinar detenidamente el relato de la Escritura para comprobar que en ninguna parte se habla en él de tales elementos psicologistas. En ningún lugar aparecen prohibidos el conocimiento ni tampoco las relaciones sexuales. Por el contrario, se dice precisamente que el hombre debe conseguir la libertad del conocimiento, el poder sobre las cosas y la plenitud de la vida. Por su creación, todo esto se encuentra inserto expresamente, como don y como tarea, en la naturaleza humana. El hombre debe dominar sobre los animales (que son citados en representación de todas las cosas de la naturaleza), y para ello tiene que conocerlos. Cuando llega el momento de la prueba ya lo ha hecho: ha comprendido la esencia de los animales y la ha expresado en un nombre. ¿Y cómo podrían estar prohibidas las relaciones sexuales, si se dice expresamente que el varón y la mujer formarán «una sola carne» y que con su descendencia «llenarán toda la tierra»?


Todo esto significa que el hombre debe conseguir el dominio en su más amplio sentido, pero permaneciendo sumiso a Dios y ejerciéndolo como un servicio. El hombre debe convertirse en señor, pero sin dejar de ser imagen de Dios y sin aspirar a convertirse en el modelo mismo.


Lo que sigue —que constituye el fundamento de toda interpretación de la existencia— nos muestra cómo es precisamente de aquí de donde arranca la tentación:


«Pero la serpiente... dijo a la mujer: '¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?' Y respondió la mujer a la serpiente: 'Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: 'No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir'. Y dijo la serpiente a la mujer: 'No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal'. Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos, y viendo que estaban desnudos cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones» (Gn 3,1-7).


La serpiente —símbolo de Satán— le hace al hombre confundir los hechos fundamentales de su existencia: la diferencia esencial entre el Creador y la criatura; la relación entre el Modelo y la imagen; la realización humana que se da en la verdad y la que se da en la usurpación; el dominio en el servicio, y el que se realiza por voluntad propia. Con ello el puro concepto de Dios es desplazado al terreno de lo mítico. Cuando se dice que Dios sabe que los hombres, mediante la acción prohibida, pueden hacerse semejantes a El, se afirma que Dios tiene miedo y siente su divinidad amenazada por el hombre; se afirma que está, con respecto a éste, en la misma relación que las divinidades míticas. Estas proceden de las mismas raíces que el hombre, de la profundidad originaria de la naturaleza; no son, pues, en último término superiores a él. Sólo son soberanos de hecho, pero no por esencia. Por ello, al hombre le es posible destronarlas y convertirse a sí mismo en soberano. Lo único que necesita es encontrar el camino, y, según las palabras de la tentación, éste consiste en el conocimiento del bien y del mal. También, pues, este conocimiento es entendido de manera mítica: como la iniciación, reservada al soberano del mundo, en el misterio del universo, iniciación que da un poder mágico y garantiza el dominio. Tan pronto como los hombres lo alcancen tendrán la misma categoría que el soberano del mundo y podrán destronarlo. Mas las palabras de Dios no mencionan nada de esto, y la tentación consiste precisamente en colocar la auténtica relación con Dios bajo esta ambigua luz mítica, falseándola de este modo. [2] El salir airoso de la prueba ha de consistir en que los hombres honren a Dios, según la verdad de Este, y obedezcan a la vez a su propia verdad.


En lugar de obrar así, los hombres caen en el engaño y aspiran a ser soberanos por derecho propio. Posee, por ello, una fuerza realmente reveladora el hecho de que se nos narre cómo la desobediencia no produce el conocimiento que convierte a los hombres en dioses, sino que les trae la mortal experiencia de estar «desnudos». Debemos advertir a este propósito que la desnudez de que aquí se habla es esencialmente diferente de la mencionada poco antes, cuando se decía que «los hombres estaban desnudos, pero no se avergonzaban».


Ahora ha quedado roto el vínculo fundamental de la existencia. Con todo, tanto antes como después, el hombre posee el poder y la posibilidad de dominar. Pero el orden dentro del cual tenía su sentido el poder, porque era servicio y estaba garantizado por la responsabilidad ante el auténtico Señor, ha sido trastornado.


Según la doctrina de la Biblia, el fenómeno puro del poder y del dominio procedente de él no existe ya. Al comienzo de la historia de la humanidad se encuentra un acontecimiento cuya significación no puede expresarse mediante los simples conceptos de resistencia exterior o interior, de peligro y de desorden. No se trata de un daño perteneciente a la historia, de un daño biológico, psicológico o espiritual; tampoco de una falta ética cometida dentro de las conocidas relaciones ontológicas. Se trata de un acontecimiento que sobrepasa nuestra condición histórica. Este acontecimiento perturbó la relación fundamental de la existencia, de tal forma que a partir de él la historia entera de la humanidad discurre en un ámbito determinado por esta perturbación.


Es esto lo que da su carácter propio a la imagen bíblica de la historia. Esta imagen se opone tanto a la representación naturalista-optimista como a la cultura-lista-pesimista, tal como éstas se han desarrollado en la Edad Moderna. A pesar de la abundancia de datos, de la precisión de los métodos, de la profundidad de las interpretaciones, tales concepciones de la historia son irreales e inconscientes. Pero no podemos hablar aquí de ellas con más detenimiento, dados los límites que nos hemos trazado.


En todo caso, el peligro del poder adquiere desde esta perspectiva un carácter peculiar y extremadamente grave: no sólo es posible, sino incluso probable (si es que no se ha de decir inevitable) usar mal de él. Esa inevitabilidad es la que se expresa en los mitos de la hibris: Prometeo, Sísifo. Tales mitos no se refieren al hombre sin más [3] —de igual manera que la caída del hombre no se refiere a éste sencillamente—, sino que expresan ya su estado de caída.


Pero lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca del poder sólo queda completado por la Revelación del Nuevo Testamento.


III


No es fácil exponer el contenido de esta Revelación. La doctrina del Antiguo Testamento posee una simplicidad grandiosa. Podría afirmarse que tiene una grandeza clásica: el propósito de Dios y la resistencia del hombre, el estado original surgido de la creación y la caída causada por la rebelión se contraponen con toda precisión. La representación del Nuevo Testamento es, por el contrario, mucho más difícil de comprender.


La redención no es un simple perfeccionamiento de las condiciones del ser, sino que tiene la categoría de una recreación de todo lo existente. No procede de las estructuras del mundo, ni siquiera de las más espirituales, sino de la pura libertad de Dios. Establece un nuevo comienzo: crea un nuevo plano de la existencia, una nueva norma del bien y una nueva fuerza de realización. Esto no significa, empero, que el mundo quede transformado mágicamente ni que sea llevado a un ámbito separado especial; la redención acontece, por el contrario, en la realidad del hombre y de las cosas. Con ello aparece una situación muy compleja, cuya expresión más clara se encuentra tal vez en la doctrina del apóstol Pablo acerca de la relación entre el hombre «viejo» y el hombre «nuevo».


Por ello resulta difícil hablar sobre la redención, tanto más cuanto que, por otro lado, es necesario intentar decir algo —aun ateniéndonos de la manera más estricta a las afirmaciones de la Revelación— sobre lo sagrado en cuanto tal, sobre los «motivos» de Dios. A ello se añade un factor directamente práctico, y ruego que aquí se me permita expresarme de manera personal. De igual forma que en El ocaso de la Edad Moderna, también en esta obra quisiera contribuir a solucionar un problema que preocupa a todos. Por eso temo que las ideas de este capítulo puedan reducir el círculo de aquellos a quienes me dirijo. Por otra parte, sin embargo, es evidente que nuestra situación exige claridad. En consecuencia, sólo puede ser bueno el que, en medio del confusionismo de las teorías y programas usuales, el sentido del mensaje cristiano sea presentado íntegramente.


El espacio de que disponemos es muy limitado. Por ello debemos referirnos inmediatamente a lo decisivo, es decir, a la persona y la actitud de Cristo.


Los sabios de todas las grandes culturas han conocido el peligro del poder y han hablado de su sometimiento. Su enseñanza más alta es la de la moderación y la justicia. El poder induce al orgullo y al desprecio del derecho. Al hombre violento se contrapone, pues, el que guarda la moderación, respeta a los dioses y a los hombres y mantiene el derecho. Pero nada de esto es todavía la redención. Se intenta aquí establecer una posición y exigir un orden en medio de la existencia perturbada, pero sin abarcar la existencia en su totalidad, como debería hacer una verdadera redención. [4]


Desde la perspectiva de los problemas de que aquí tratamos, ¿en qué consiste el carácter decisivo de lo que nos anuncia el mensaje cristiano de la redención? Este carácter se expresa en una palabra que, a lo largo de la Edad Moderna, ha perdido su sentido: la humildad. [5]


Esta palabra se ha convertido en sinónimo de debilidad y de pobreza vital, de cobardía en las exigencias de la existencia y de falta de magnanimidad; en una palabra, en compendio de todo lo que Friedrich Nietzsche denomina «decadencia» y «moral de esclavos». De este modo se pierde completamente el sentido de este fenómeno. Hay que conceder que en los casi dos mil años de historia cristiana se encuentran ciertamente pensamientos sobre la humildad y sus formas de realización, para los cuales es válido este juicio; pero tales pensamientos representan una decadencia, un apartamiento de algo que ya no se comprendía.


En el sentido cristiano, la humildad es una virtud de fuerza, no de debilidad. En su sentido originario, humilde es el fuerte, el magnánimo, el audaz. Dios mismo es el primero que adopta la actitud de la humildad, haciéndola así posible al hombre. Y el acto por el cual esto ocurre es la Encarnación del Logos. En la Carta a los filipenses dice san Pablo que Cristo, «existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (2,5-8). Toda humildad de la criatura tiene su origen en este acto, mediante el cual el Hijo de Dios se hizo hombre. Esto no lo realizó obligado por alguna necesidad, sino con total libertad, porque El, el Soberano, lo quiso así. Este «motivo» soberano se llama amor; es preciso no olvidar, sin embargo, que la medida de este amor no puede tomarse de las categorías humanas, sino que hay que percibirla en lo que Dios dice sobre Sí mismo. Pues de la misma manera que la humildad, también lo que el Nuevo Testamento entiende por amor comienza en Dios (1 Jn 4,8-10).


No es posible comprender que El, el Absoluto y Soberano, se identifique existencialmente con un ser humano; que no sólo gobierne la historia, sino que intervenga en ella; que tome sobre Sí todo lo que resulta de esta intervención, es decir, el «destino» en el auténtico sentido de la palabra. Si partimos del criterio de una filosofía meramente natural —es decir, del concepto del Ser absoluto—, el mensaje de la encarnación se convierte en algo mitológico o absurdo. Pero hacer esto es, a su vez, un absurdo, pues es invertir el orden de las cosas. No se puede decir: Dios es de esta o de la otra manera, y por ello no puede hacer tal o cual cosa; sino: Dios obra así, y de este modo revela quién es. No es posible juzgar sobre la Revelación; lo único que puede hacerse es conocer que ha tenido lugar, aceptarla y, desde ella, juzgar sobre el mundo y el hombre. Este es el hecho fundamental del cristianismo: Dios mismo interviene en el mundo. Pero, ¿en qué forma?


El pasaje de la Carta a los filipenses antes citado nos lo dice: en la forma de la humildad.


Si se examina la situación en la que Jesús vivió, la manera como se desarrolló su actividad y se configuró su destino, su forma de tratar con los hombres, el espíritu de sus actos, de sus palabras y de su actitud, se ve cómo el poder se presenta constantemente bajo la forma de la humildad. Vamos a hacer tan sólo algunas indicaciones: Jesús procede de la antigua familia de los reyes, pero ésta se ha hundido ya y carece de toda importancia. Tanto sus condiciones económicas como sociales son evidentemente modestas. Nunca, ni siquiera en la cumbre de su actividad, pertenece a ninguno de los grupos dominantes; los hombres que atrae a sí no producen en ningún momento la impresión de ser extraordinarios en su persona o en sus acciones. Tras una breve época de actividad, se ve envuelto en un proceso falaz; el juez romano, en parte asustado y en parte molesto, cede ante sus adversarios y le condena a una muerte cruel e ignominiosa. Se ha observado con razón que el destino de las grandes figuras de la historia antigua, aun cuando acaba en un final trágico, se ajusta siempre a una cierta medida, a un canon de lo que puede sucederle a un gran hombre. En el caso de Jesús, por el contrario, tal canon parece no existir, y, al parecer, todo puede ocurrirle. La prefiguración de este destino se encuentra ya en la profecía de Isaías, en la figura misteriosa del «siervo de Dios» (52,13 a 53,13). A este respecto habla san Pablo de la kenosis, del anonadamiento de sí mismo, por el cual Él, que existía en la morphe theou, en la figura gloriosa de Dios, toma la morphe doulou, la figura humillada del siervo.


Toda la existencia de Jesús es una transposición del poder a la humildad. Dicho de manera activa: a la obediencia a la voluntad del Padre, tal como ésta se expresa en cada situación determinada. Pero tanto en su conjunto como en sus detalles esta situación es tal que exige el constante «anonadamiento de sí mismo». Para Jesús, la obediencia no es un factor secundario, añadido, sino que forma el núcleo de su esencia. Ya el mero hecho de no elegir su «hora» por propia voluntad, sino entenderla con toda pureza, según la voluntad del Padre, es obediencia. La voluntad del Padre se convierte sencillamente en su voluntad propia; la gloria del Padre en su gloria. Y esto no porque ello le sea exigido, sino con total libertad.


La aceptación de la «forma de siervo» no significa, sin embargo, debilidad, sino fuerza. Los Evangelios fueron escritos por hombres sencillos. No poseen ni el rasgo épico de la historiografía antigua ni la psicología penetrante a que nosotros estamos acostumbrados. Su relato se atiene a lo dado en cada caso de manera directa y a la expresión importante para el mensaje. Por otro lado, son fragmentarios, se interrumpen cuando quisiéramos saber más cosas; tienen, en fin, todas las deficiencias, llámense como quieran, que nuestros hábitos literarios nos hacen sentir como tales. Para leerlos bien es precisa una atención que brote de lo más íntimo. Pero cuando tal atención existe, se ve aparecer una existencia de una intensidad tal que no tiene paralelo en la historia; una existencia de un poder cuyo límite no proviene de fuera, sino únicamente de dentro: de la voluntad, libremente aceptada, del Padre. Y eso de tal manera que en todo momento, en toda situación, su voluntad actúa imponiendo sus exigencias hasta en el primer movimiento del corazón. Es la fuerza, no la debilidad, la que aquí obedece. Es la kiriotes, es decir, un dominio que se presenta en la figura de siervo. Es un poder que se domina a sí mismo de una manera tan perfecta que es capaz de renunciar a sí mismo, y ello en medio de una soledad que es tan grande como su soberanía.


Una vez que se ha visto esto, se busca —como contraprueba, por así decirlo— entre las figuras de la historia, para ver si existe alguna igual a él o acaso superior. Esto parece ocurrir algunas veces, pero tan sólo mientras se emplean criterios de influencia social o política, de cultura espiritual, de profundidad religiosa. Pero si se penetra hasta el centro —para percibir el cual es necesaria la capacidad de visión que llamamos «fe»—, entonces tales superioridades aparecen como lo que en realidad son: como cualidades y realizaciones en el interior del hombre. Pero la existencia de Jesús se expande a partir del misterio del Dios vivo, que es soberano frente a todo lo que se llama «mundo» e irrumpe en el presente de la más concreta historicidad. Desde esta superioridad absoluta que se da en el seno de la más estrecha vinculación histórica, Jesús abarca la totalidad de la creación en cuanto tal, redime su culpa e inaugura un nuevo comienzo.


Esta es la respuesta que el Nuevo Testamento da a la pregunta por el poder. Este no es condenado en cuanto tal. Jesús trata el poder humano como lo que es: como una realidad. También posee el sentimiento del poder. De otro modo no tendría sentido un hecho como la tercera tentación, que es, desde luego, una invitación a la hibris (Mt 4,8-10). Pero también aparece claramente el riesgo del poder: rebelarse contra Dios, e incluso dejar de considerarlo en absoluto como una seria realidad; perder los criterios; ejercer la violencia en todas sus formas. A esto contrapone Jesús la humildad como liberación del embrujo del poder desde sus raíces más hondas.


Podría preguntarse qué consecuencias ha producido esto en la historia y si el desorden del poder ha sido efectivamente superado. No es fácil responder a esto. La redención no significa un cambio definitivo, de una vez por todas, en las condiciones del mundo, sino el hecho de que Dios ha establecido un nuevo comienzo de la existencia. Este comienzo subsiste y representa una posibilidad permanente. De una vez para siempre ha aparecido con toda claridad la posición que el poder ocupa ante la mirada de Dios, y de una vez para siempre la obediencia de Jesús constituye la respuesta de Dios a esta pregunta. Esta obediencia no tiene, sin embargo, un carácter privado, sino que se manifiesta con una claridad accesible a todo el mundo. No significa la experiencia personal y el dominio de un individuo, sino que es una actitud en la que puede participar todo el que quiera, entendiendo aquí la palabra «querer» en el sentido pleno del Nuevo Testamento, que incluye tanto la gracia del «poder querer» como la decisión de la realización de la voluntad.


Este comienzo está ahí y nada podrá borrarlo. Pero en qué medida se realice es asunto de cada individuo y de cada época. La historia comienza de nuevo con cada hombre y, en cada hombre, con cada hora. Por ello tiene también la posibilidad de empezar de nuevo en cada momento, partiendo del comienzo que aquí ha sido establecido.


En lo que respecta al problema de cómo puede resolverse concretamente el problema del dominio del poder, problema que es cuestión de vida o muerte, vamos a diferir aún por un momento su respuesta —en la medida en que ésta resulta posible en absoluto—-.
________________________
* Traducción de Andrés-Pedro Sánchez Pascual.



Notas


[1] También esto representa un síntoma de aquel fraude que se encuentra a la base de la actitud de la Edad Moderna, y del que he hablado en El ocaso de la Edad Moderna (p. 139).


[2] De esta ambigüedad mítica surge la concupiscencia culpable, e, inversamente, el engaño mítico sólo resulta posible si la conciencia le ha creado ya un ámbito en el alma. Es un conjunto en el cual los diferentes elementos se condicionan mutuamente y justifican el haber querido sustraer el «ciclo» de la existencia injusta al impenetrable comienzo de la libertad. Por el contrario, el «ciclo» que determina la existencia auténtica aparece así: el «corazón puro» abre los ojos para ver la verdad; la verdad vista abre el camino para una pureza más honda; ésta capacita para un conocimiento más elevado, y así sucesivamente.


[3] Tales mitos referidos al hombre sin más no existen en absoluto. La nueva religiosidad mítica que aparece por doquier —brotando de la realidad histórica, filosófica, estética, psicológica, política— se basa en la suposición, no verificada, de que quien habla en el mito es el hombre «natural» sin más y de que, en consecuencia, el mito contiene la interpretación originaria de la existencia. Esta suposición es tan dogmática que sólo contradecirla aparece como un ataque contra lo sagrado. En realidad, el mito es la autoexpresión del hombre que ha realizado su primera decisión. En él no habla la existencia originaría, sino la existencia histórica, es decir, caída. Recalquemos aquí de nuevo que esta existencia no tenía que caer para ser capaz de construir la historia, sino que cayó porque el hombre lo decidió así. El hombre habría podido adoptar también una decisión distinta. Todo lo demás es tragicismo, con el cual se intenta justificar aquella culpa, declarándola necesaria. Este es el único presupuesto desde el cual puede entenderse el mito y el que permite sacar de él sus enseñanzas más profundas. (Sobre este punto espero poder ofrecer pronto reflexiones más precisas.)


[4] Esto es lo que parece ocurrir en el budismo. Mas, aun prescindiendo de que tampoco aquí la línea de la acción redentora rebasa el mundo, la radicalidad de la lucha contra el peligro del poder reside en pensar que la existencia carece totalmente de sentido. La redención consiste, por tanto, en entrar en el «nirvana».


[5] En su trabajo Rehabilitación de la virtud (Abhandlungen und Aufsätze, tomo I, 1915), Max Scheler ha mostrado hasta qué punto el hombre moderno carece de capacidad para juzgar sobre la humildad y cómo necesita una apertura de sus sentidos interiores para poder meramente captar este fenómeno.

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