miércoles, 17 de septiembre de 2008

"¿Podremos vivir juntos?" por ALAIN TOURAINE






El presente fragmento pertenece al libro "Podremos vivir juntos", Alain Touraine
(FCE, Buenos Aires 1998)



Las informaciones, como los capitales y las mercancías, atraviesan las fronteras. Lo que estaba alejado se acerca y el pasado se convierte en presente. El desarrollo ya no es la serie de etapas a través de las cuales una sociedad sale del subdesarrollo, y la modernidad ya no sucede a la tradición; todo se mezcla; el espacio y el tiempo se comprimen. En vastos sectores del mundo se debilitan los controles sociales y culturales establecidos por los estados, las iglesias, las familias o las escuelas, y la frontera entre lo normal y lo patológico, lo permitido y lo prohibido, pierde su nitidez. ¿No vivimos en una sociedad mundializada, globalizada, que invade en todas partes la vida privada y pública de la mayor cantidad de personas? Por lo tanto, la pregunta planteada, "¿podremos vivir juntos"? , parece exigir en primer lugar una respuesta simple y formulada en presente: ya vivimos juntos. Miles de millones de individuos ven los mismos programas de televisión, toman las mismas bebidas, usan la misma ropa y hasta emplean, para comunicarse de un país a otro, el mismo idioma. Vemos cómo se forma una opinión pública mundial que debate en vastas asambleas internacionales, en Río o en Pekín, y que en todos los continentes se preocupa por el calentamiento del planeta, los efectos de las pruebas nucleares o la difusión del sida.

¿Basta con ello para decir que pertenecemos a la misma sociedad o la misma cultura? Ciertamente no. Lo característico de los elementos globalizados, ya se trate de bienes de consumo, medios de comunicación, tecnología o flujos financieros, es que están separados de una organización social particular. El significado de la globalización es que algunas tecnologías, algunos instrumentos, algunos mensajes, están presentes en todas partes, es decir, no están en ninguna, no se vinculan a ninguna sociedad ni a ninguna cultura en particular, como lo muestran las imágenes, siempre atractivas para el público, que yuxtaponen el surtidor de nafta y el camello, la Coca Cola y la aldea andina, el blue yean y el castillo principesco. Esta separación de las redes y las colectividades, esta indiferencia de los signos de la modernidad al lento trabajo de socialización que cumplen las familias y las escuelas, en una palabra, esta desocialización de la cultura de masas, hace que sólo vivamos juntos en la medida en que hacemos los mismos gestos y utilizamos los mismos objetos, pero sin ser capaces de comunicarnos entre nosotros más allá del intercambio de los signos de la modernidad. Nuestra cultura ya no gobierna nuestra organización social, la cual, a su vez, ya no gobierna la actividad técnica y económica. Cultura y economía, mundo instrumental y mundo simbólico, se separan.

En lugar de que nuestras pequeñas sociedades se fundan poco a poco en una vasta sociedad mundial, vemos deshacerse ante nuestros ojos los conjuntos a la vez políticos y territoriales, sociales y culturales, que llamábamos sociedades, civilizaciones o simplemente países. Vemos cómo se separan, por un lado, el universo objetivado de los signos de la globalización y, por el otro, conjuntos de valores, de expresiones culturales, de lugares de la memoria que ya no constituyen sociedades en la medida en que quedan privados de su actividad instrumental, en lo sucesivo globalizada, y que, por lo tanto, se cierran sobre sí mismos dando cada vez más prioridad a los valores sobre las técnicas, a las tradiciones sobre las innovaciones.

A fines del siglo pasado, en plena industrialización del mundo occidental, los sociólogos nos enseñaron que pasábamos de la comunidad, encerrada en su identidad global, a la sociedad, cuyas funciones se diferenciaban y racionalizaban. La evolución que hoy vivimos es casi la inversa. De las ruinas de las sociedades modernas y sus instituciones salen por un lado redes globales de producción, consumo y comunicación y, por el otro, crece un retorno a la comunidad. Habíamos sido testigos del ensanchamiento del espacio público y político; ¿no se desintegra ahora bajo los efectos opuestos de la tendencia a la privatización y el movimiento de globalización?

Es cierto que vivimos un poco juntos en todo el planeta, pero también lo es que en todas partes se fortalecen y multiplican los agrupamientos comunitarios, las asociaciones fundadas en una pertenencia común, las sectas, los cultos, los nacionalismos, y que las sociedades vuelven a convertirse en comunidades al reunir estrechamente en el mismo territorio sociedad, cultura y poder, bajo una autoridad religiosa, cultural, étnica o política a la que podría llamarse carismática porque no encuentra su legitimidad en la soberanía popular o la eficacia económica y ni siquiera en la conquista militar, sino en los dioses, los mitos o las tradiciones de una comunidad. Cuando estamos todos juntos, no tenemos casi nada en común, y cuando compartimos unas creencias y una historia rechazamos a quienes son diferentes de nosotros.

Sólo vivimos juntos al perder nuestra identidad; a la inversa, el retorno de las comunidades trae consigo el llamado a la homogeneidad, la pureza, la unidad, y la comunicación es reemplazada por la guerra entre quienes ofrecen sacrificios a dioses diferentes, apelan a tradiciones ajenas u oponen las unas a la otras, y a veces hasta se consideran biológicamente diferentes de los demás y superiores a ellos. La idea tan seductora del melting pot mundial que haría de nosotros los ciudadanos de un mundo unido no merece ni el entusiasmo ni los insultos que suscita con tanta frecuencia; está tan alejada de la realidad observable, aun en los Estados Unidos, que no es otra cosa que la ideología muelle de los empresarios de espectáculos mundiales.

Quienes hablan de imperialismo estadounidense u occidental en lugar de globalización cometen el mismo error que los moralistas optimistas, en la medida en que la sociedad estadounidense es una de las más disociadas que existen, entre redes globales y comunidades cerrada sobre sí mismas. Si bien muchas redes mundiales tienen su centro en Los Angeles, esta zona urbana no es ni una ciudad ni una sociedad sino un conjunto de guetos o comunidades ajenas las unas a las otras, atravesadas por autopistas. Aunque esto también se da en Nueva York, esta ciudad presenta todavía las formas de vida urbana que las civilizaciones pasadas legaron en todos los continentes, y en especial en Europa. Cromo el imaginario vehiculizado por las comunicaciones masivas es cada vez más de origen americano, una parte de nosotros se americaniza, como mañana podría japonizarse o pasado mañana brasileñizarse, y ello con tanta más facilidad porque esas imágenes no se transforman en modelos de conducta y en motivaciones: cuando más masivamente y sin relevos sociales se transmite un mensaje, menos modifica las conductas. Es inmensa la distancia entre los habitantes de los tugurios de Calcuta o de una aldea perdida del altiplano boliviano y las películas de Hollywood que ven. Lo que hay que percibir no es una mutación acelerada de las conductas sino la fragmentación creciente de la experiencia de individuos que pertenecen simultáneamente a varios continentes y varios siglos: el yo ha perdido su unidad, se ha vuelto múltiple.

¿Cómo podremos vivir juntos si nuestro mundo está dividido en al menos dos continentes cada vez más alejados entre sí, el de las comunidades que se defienden contra la penetración de los individuos, las ideas, las costumbres provenientes del exterior, y aquel cuya globalización tiene como contrapartida un débil influjo sobre las conductas personales y colectivas?

Algunos responderán que siempre fue así, que todas las sociedades conocieron una oposición entre la calle y la casa, como dicen los brasileños, entre la vida pública y la vida privada. La idea clásica de laicismo separaba y combinaba el espacio público que debía estar regido por la ley del padre y la razón, y el espacio privado en que podía mantenerse la autoridad de la madre, la tradición y las creencias. Pero esta complementariedad descansaba a la vez sobre la extensión limitada de la vida pública y el mantenimiento de géneros de vida locales, y sobre una jerarquización social que reservaba esa vida pública a las categorías superiores; una y otra desaparecieron. La cultura de masas penetra en el espacio privado, ocupa una gran parte de él y, como reacción, refuerza la voluntad política y social de defender una identidad cultural, lo que conduce a la recomunitarización. La desocialización de la cultura de masas nos sumerge en la globalización pero también nos impulsa a defender nuestra identidad apoyándonos sobre grupos primarios y reprivatizando una parte y a veces la totalidad de la vida pública, lo que nos hace participar a la vez en actividades completamente volcadas hacia el exterior e inscribir nuestra vida en una comunidad que nos impone sus mandamientos. Nuestros sabios equilibrios entre la ley y la costumbre, la razón y la creencia, se derrumban como los estados nacionales, por un lado invadidos por la cultura de masas y por el otro fragmentados por el retorno de las comunidades. Nosotros, que desde hace mucho estamos acostumbrados a vivir en sociedades diversificadas, tolerantes, en que la ley garantiza las libertades personales, nos sentimos más atraídos por la sociedad de masas que por las comunidades, siempre autoritarias. Pero el vigoroso retorno de éstas se observa también en nuestras sociedades, y lo que llamamos prudentemente minorías tiende a afirmar su identidad y a reducir sus relaciones con el resto de la sociedad.

Estamos atrapados en un dilema. O bien reconocemos una plena independencia a las minorías y las comunidades y nos contentamos con hacer respetar las reglas de juego, los procedimientos que aseguran la coexistencia pacífica de los intereses, las opiniones y las creencias, pero renunciamos entonces, al mismo tiempo, a la comunicación entre nosotros, puesto que ya no nos reconocemos nada en común salvo no prohibir la libertad de los otros y participar con ellos en actividades puramente instrumentales, o bien creemos que tenemos valores en común, más bien morales, como estiman los estadounidenses, más bien políticos, como estiman los franceses, y nos vemos llevados a rechazar a quienes no los comparten, sobre todo si les atribuimos un valor universal. O bien vivimos juntos sin comunicarnos de otra manera que impersonalmente, por señales técnicas, o bien sólo nos comunicamos dentro de comunidades que se cierran tanto más sobre sí mismas por sentirse amenazadas por una cultura de masas que les parece ajena. Esta contradicción es la misma que vivimos durante nuestra primera gran industrialización, a fines del siglo XIX y hasta la guerra de 1914. La dominación del capital financiero internacional y la colonización entrañó el ascenso de los nacionalismos comunitarios, a la vez en países industriales como Alemania, Japón o Francia, y en países dominados, cuyas revoluciones antiimperialistas a menudo habrían de conducir, en el transcurso del siglo XX, a comunitarismos totalitarios.

¿Estamos ya reviviendo la historia de esa ruptura de las sociedades nacionales en beneficio, por un lado, de los mercados internacionales y, por el otro, de los nacionalismos agresivos? Esta ruptura entre el mundo instrumental y el mundo simbólico, entre la técnica y los valores, atraviesa toda nuestra experiencia, de la vida individual a la situación mundial. Somos a la vez de aquí y de todas partes, es decir, de ninguna. Se debilitaron los vínculos que, a través de las instituciones, la lengua y la educación, la sociedad local o nacional establecía entre nuestra memoria y nuestra participación impersonal en la sociedad de producción, y nos quedamos con la gestión, sin mediaciones ni garantías, de dos órdenes separados de experiencia. Lo que hace pesar sobre cada uno de nosotros una dificultad creciente para definir nuestra personalidad que, en efecto, pierde irremediablemente toda unidad a medida que deja de ser un conjunto coherente de roles sociales. Con frecuencia, esa dificultad es tan grande que no la soportamos y procuramos escapar a un yo demasiado débil, demasiado desgarrado, mediante la huida, la autodestrucción o la diversión agotadora.

Lo que denominábamos política, la gestión de los asuntos de la ciudad o la nación, se desintegró de la misma manera que el yo individual. Gobernar un país consiste hoy, ante todo, en hacer que su organización económica y social sea compatible con las exigencias del sistema económico internacional, en tanto las normas sociales se debilitan y las instituciones se vuelven cada vez más modestas, lo que libera un espacio creciente para la vida privada y las organizaciones voluntarias. ¿Cómo podría hablarse aún de ciudadanía y de democracia representativa cuando los representantes electos miran hacia el mercado mundial y los electores hacia su vida privada? El espacio intermedio ya no está ocupado más que por llamamientos cada vez más conservadores a valores e instituciones que son desbordadas por nuestras prácticas.

Los medios ocupan un lugar creciente en nuestra vida, y entre ellos la televisión conquistó una posición central porque es la que pone más directamente en relación la vivencia más privada con la realidad más global, la emoción ante el sufrimiento o la alegría de un ser humano con las técnicas científicas o militares más avanzadas. Relación directa que elimina las mediaciones entre el individuo y la humanidad y, al descontextualizar los mensajes, corre el riesgo de participar activamente en el movimiento general de desocialización. La emoción que todos experimentamos ante las imágenes de la guerra, el deporte o la acción humanitaria no se transforma en motivaciones y tomas de posición. No somos espectadores mucho más comprometidos cuando miramos los dramas del mundo que cuando observamos la violencia en el cine o la televisión. Una parte de nosotros mismos se baña en la cultura mundial, mientras que otra, privada de un espacio público en el que se formen y apliquen las normas sociales, se encierra, ya sea en el hedonismo, ya en la búsqueda de pertenencias inmediatamente vividas. Vivimos juntos, pero a la vez fusionados y separados, como en la "muchedumbre solitaria" evocada por David Riesman, y cada vez menos capaces de comunicación. Ciudadanos del mundo sin responsabilidades, derechos o deberes por una parte y, por la otra, defensores de un espacio privado que invade un espacio público sumergido por las olas de la cultura mundial. Así se debilita la definición de los individuos y los grupos por sus relaciones sociales, que hasta ahora dibujaba el campo de la sociología, cuyo objeto era explicar las conductas mediante las relaciones sociales en las cuales estaban implicados los actores.

Aún ayer, para comprender una sociedad procurábamos definir sus relaciones sociales de producción, sus conflictos, sus métodos de negociación; hablábamos de dominación, de explotación, de reforma o de revolución. Hoy sólo hablamos de globalización o exclusión, de distancia social creciente o, al contrario, de concentración del capital o de la capacidad de difundir mensajes y formas de consumo. Habíamos adquirido la costumbre de situarnos unos con respecto a otros en escalas sociales, de calificación, de ingresos, de educación o de autoridad; hemos reemplazado esa visión vertical por una visión horizontal: estamos en el centro o en la periferia, adentro a afuera, en la luz o en la sombra. Localización que ya no recurre a unas relaciones sociales de conflicto, cooperación o compromiso y da una imagen astronómica de la vida social, como si cada individuo y cada grupo fueran una estrella o una galaxia definida por su posición en el universo.

La experiencia cotidiana de esta disociación creciente entre el mundo objetivado y el espacio de la subjetividad sugiere en primer lugar unas respuestas que hay que mencionar, aunque no aporten una contestación a las preguntas: ¿Cómo puedo comunicarme con otros y vivir con ellos? ¿Cómo podemos combinar nuestras diferencias con la unidad de una vida colectiva?

La primera respuesta, la más débil, es la ya mencionada: procura hacer revivir los modelos sociales pasados. Apela a la conciencia colectiva y la voluntad general, a la ciudadanía y la ley. ¿Pero cómo puede detener el doble movimiento de globalización y privatización que debilita las antiguas formas de vida social y política? Aunque los estadounidenses, como neotocquevillianos, hablen de valores morales, o los franceses, como neorrepublicanos, de ciudadanía, se trata más de rechazos que de afirmaciones y, por consiguiente, de ideologías que, creadas para acoger, conducen a excluir a quienes no las reivindican.

La segunda respuesta se opone a la primera. No sólo hay que aceptar esta ruptura que ustedes parecen deplorar, nos dice, sino acelerarla y vivirla como una liberación. Dejamos de ser definidos por nuestra situación social e histórica: tanto mejor; nuestra imaginación creadora ya no tendrá límites, podremos circular libremente por todos los continentes y todos los siglos; somos posmodernos. Como la disociación de la instrumentalidad y la identidad está en el corazón de nuestra experiencia personal y colectiva, de alguna manera, en efecto, todos somos posmodernos. En primer lugar, porque creemos cada vez menos en la vocación histórica de una clase o una nación, en la idea de progreso o en el fin de la historia, y porque nuestra reivindicación, como lo decía un ecologista en una de nuestras investigaciones, ya no es vivir mañana mejor que hoy, sino de otra manera. Sin embargo, la seducción de lo posmoderno no es grande salvo cuando se ejerce en dominios cercanos a la expresión cultural; se debilita cuando se aproxima a las realidades sociales, puesto que si la decadencia de lo político se acepta sin reservas, sólo el mercado regulará la vida colectiva. Si aceptamos la desaparición de los controles sociales de la economía, ¿cómo evitar que el fuerte aplaste al débil o que aumente la distancia entre el centro y la periferia, como podemos notarlo ante nuestros ojos en las sociedades más liberales? Atrayente cuando apela al debilitamiento de las normas y pertenencias, el elogio del vacío nos deja sin defensa frente a la violencia, la segregación, el racismo, y nos impide establecer comunicaciones con otros individuos y otras culturas.

Para superar la oposición insoportable entre quienes no quieren más que la unidad y quienes no buscan sino la diversidad, entre quienes sólo dicen "nosotros", con el riesgo de excluir a lo que se denomina las minorías, y quienes no dicen más que "yo" o "eso" y se prohiben toda intervención en la vida social, toda acción en nombre de la justicia y la equidad, se conformó una tercera respuesta, a la que podría llamarse inglesa, por corresponder tan bien a la tradición que desde hace mucho ilustra la política británica. Para vivir juntos y seguir siendo al mismo tiempo diferente, respetemos un código de buena conducta, las reglas del juego social. Esta democracia "procedimental" no se contenta con reglas formales; asegura el respeto de las libertades personales y colectivas, organiza la representación de los intereses, da forma al debate público, institucionaliza la tolerancia. Con esta concepción se asocia la idea, lanzada en Alemania por Jünger Habermas, de un patriotismo de la constitución. La conciencia de pertenecer a la sociedad alemana ya no debe ser la de formar parte de una comunidad de destino cultural e histórico, sino la de ser miembro de una sociedad política que respeta los principios de libertad, justicia y tolerancia proclamados y organizados por la constitución democrática.

Esta respuesta, como lo reconoció el mismo Habermas, tiene las ventajas y los inconvenientes de las soluciones minimalistas. Protege la coexistencia, no asegura la comunicación. Aun cuando va más allá de la mera tolerancia y reconoce positivamente en cada cultura un movimiento hacia lo universal, la creación y expresión de la significación universal de una experiencia particular, deja sin solución el problema de la comunicación. Nos coloca frente a los otros como frente a las vitrinas de un museo. Reconocemos la presencia de culturas diferentes de la nuestra, su capacidad de enunciar un discurso sobre el mundo, el ser humano y la vida, y la originalidad de esas creaciones culturales nos impone respeto y nos incita además a conocerlas; pero no nos permite comunicarnos con ellas, vale decir, vivir en la misma sociedad que ellas. Nos sitúa en caminos paralelos desde los que, en el mejor de los casos, sólo podemos saludarnos cordialmente; no facilita la interacción, del mismo modo que el hecho de saber que el chino es una lengua de cultura no nos ayuda a conversar con los chinos si no hemos aprendido el idioma.

Esta respuesta, por lo tanto, es poco eficaz contra los peligros que la amenazan, de la misma manera que la democracia política del siglo pasado se reveló poco eficaz para impedir la proletarización y la explotación de los trabajadores, la destrucción y la inferiorización de las culturas colonizadas. Quienes recurren a la primera de las respuestas evocadas aquí no se equivocan al recordar a esos liberales moderados y tolerantes la necesidad de valores e instituciones comunes cuando se trata de resistir a la barbarie, al totalitarismo, al racismo, a los efectos de una grave crisis económica.

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