jueves, 19 de noviembre de 2009

"SOMOS MALOS VOLUNTARIAMENTE " por Hannah Arendt.


Es absurdo decir que

el asesino va contra la naturaleza.

La crueldad es uno de los sentimientos

más naturales al hombre:

es el deseo de ejercer sus fuerzas.

Marqués de Sade



La pregunta que está en juego aquí es si la maldad (o la bondad) son connaturales al hombre o si dependen de factores externos como la educación, el entorno social, las relaciones que establecemos, etc. En una palabra, queremos saber si el “mal” es parte de la naturaleza o de la cultura. Intento de definición del mal:


* Es lo que destruye conscientemente la vida.

* Es cualquier tipo de violencia que causa sufrimiento.

* Es el otro como rival.

* Es negar a otro su humanidad.


Intentemos relacionar la idea de mal con la de libertad y responsabilidad, que es la que aparece en un libro fundamental de la cultura occidental: la Biblia.

¿El mal es obra de una voluntad perversa y/o ignorante o es una tendencia natural?

Podemos partir de dos puntos de vista:


1) Si el hombre es libre, ¿por qué elegiría deliberadamente el mal? ¿Será que el mal le provoca un cierto gozo, o más bien por falta de conocimiento del bien? En otras palabras, ¿es por ignorancia o por crueldad que causamos mal? O, para decirlo de otra manera: ¿la maldad es natural, innata, instintiva, producto de un trauma o, por el contrario, voluntaria, es decir consciente y libremente decidida, como cuando un crimen es calificado de premeditado?

2) ¿Y si finalmente todas las atrocidades que concebimos como distintas manifestaciones del mal, no fueran más que la expresión de tendencias universales, —ocultas en lo más hondo del cuerpo, del alma y de la mente de todo ser humano—, que sólo buscan terreno fértil, es decir una coyuntura social, política, ideológica y psicológica para manifestarse en toda su desnudez?


¿El mal es siempre relativo o existe una forma absoluta del mal? Es decir, ¿cada mal particular no supone implícitamente la referencia a un criterio absoluto del mal? ¿Y la idea del mal es relativa a una cultura, a una época, a un individuo, o existe un criterio del mal que trasciende todos estos particularismos? Lo cierto es que al relativizar los actos injustos o crueles parecería que estamos excluyendo la posibilidad de condenar radicalmente algunos de ellos, que son evidentemente inaceptables. Dejemos por el momento esta idea del mal absoluto, aunque quizá el concepto de crimen contra la humanidad nos pueda dar algunas pistas.


¿Quizá el mal sólo existe para darle consistencia al bien?


Tratemos de llegar a una definición por la vía positiva: quizá sea sólo a partir de la idea de mal adquiere sentido la idea de bien. ¿Y si el bien no fuera más que una lucha indefinida contra al mal, es decir contra aquello que, en nosotros y fuera de nosotros, se opone al desarrollo de la conciencia: prejuicios, tendencias pulsionales que nos impiden reconocer la conciencia en los demás y en nosotros mismos.


¿El mal por el mal?


La declaración « Nadie es malo voluntariamente» pretende establecer una verdad universal: que ningún ser humano es capaz de maldad. (En el diccionario se define el mal como una tendencia o inclinación natural a hacer el mal). Es cierto que es difícil aceptar esta afirmación cuando vemos a criminales que llevan a cabo asesinatos premeditados y a sangre fría. Sin embargo, los optimistas afirman que cuando un individuo hace un mal para otros es porque espera un bien para sí mismo, por lo que bastaría con convencer a todo criminal en potencia que su bien puede ser alcanzado por otras vías para que dejara en paz a sus semejantes. Esta postura parte de la idea de que el mundo puede ser un lugar pacífico y armónico. Sin embargo, no es evidente que el bien de unos ahorre mal a los otros. Lo que sí es importante es tomar en cuenta que el adjetivo “malvado” siempre es emitido desde la perspectiva de la víctima, y también hay que preguntarse sobre la parte de voluntad y de libertad de aquellos que, se dice, cometieron el mal.


El hombre que hace daño a sus semejantes espera siempre un bien para sí mismo. Ni siquiera el peor de los sádicos quiere el mal por el mal, sino porque goza con el sufrimiento que impone a sus víctimas. Esto queda claro en el proceso de Gilles de Rais, relatado por Bataille (un aristócrata homosexual que estrangulaba a los pequeños limosneros después de violarlos. En su proceso afirma: “lo hice sólo por placer, por deseo carnal” y se presenta como un esclavo de la necesidad de matar (tomemos en cuenta que había sido guerrero y que años antes sus actos no hubieran sido juzgados). A veces el gozo está relacionado con la tentación de libertad.


Los reformadores políticos siempre pensaron que una organización social más justa volvería a los hombres más fraternales. El proyecto del Contrato Social de Rousseau pretende unir a los ciudadanos de tal manera que la única felicidad que experimenten sea la de todos y así mejoren su comportamiento. Otros reformadores, como el Maqués de Beccaria (S XVIII), esperan erradicar la criminalidad con el adoctrinamiento. Foucault cuenta cómo esperaba utilizar todos los recursos de lo que hoy se conoce como propaganda (escuelas, iglesias…) para crear en el individuo un reflejo mental que asociara a cada idea de infracción la pena que le correspondía.


Antes y después de ellos, todos los filósofos racionalistas —empezando por Sócrates— subrayan que lo único que busca el hombre es el bien. Es suficiente con mostrar los múltiples males que acompañan a un crimen para desanimar a los hombres, al menos a aquellos que quieran ser sabios. El sabio se abstiene de cometer crímenes no por miedo al castigo, sino porque sabe que no hay felicidad sin serenidad mental, y sabe que el que hace daño debe temer no sólo las consecuencias en su sueño sino también los tormentos de su conciencia a la hora de su muerte.


La moral de los resentidos


En Más allá del bien y del Mal, y en la Genealogía de la moral, Nietzsche analiza dos escalas de valores, que corresponden a dos tipos de hombres: por un lado los creadores y por el otro los resentidos. En los primeros domina la fuerza de la afirmación: califican como “bueno” su ser y sus actos. Estos individuos no necesitan compararse con otros para reafirmar sus valores, ni comparar sus actos con valores tradicionales que se presentan como modelos. Para ellos “bueno” califica la actividad y el gozo que se experimentan en el uso de la fuerza.


Nietzsche señala que el origen mismo del lenguaje está relacionado con un acto de autoridad de los poderosos; nombrar es una forma simbólica de decidir la suerte de los demás: Los aristócratas de la existencia empiezan por llamarse a sí mismos “buenos”, “nobles” “verdaderos”. O sea que los hombres nobles sacan de su propio yo la idea de lo bueno y sólo después crean la idea de lo malo. Lo propio de la aristocracia es desconocer lo que desprecia. Es demasiado indiferente para que su desprecio por los demás se transforme en verdadera caricatura (cosa que no sucede con la otra manera de oponer lo “malo” a lo “bueno”: la de los resentidos. Estos “nobles” tenían un código de conducta “noble” entre ellos; pero hacia los demás eran verdaderos bárbaros).


El otro código de conducta es “la moral de los esclavos”: emana de las víctimas reales o potenciales, de los débiles, de los que no se sienten fisiológicamente capaces de triunfar contra esa fuerza que cae sobre ellos. Esta “contramoral” emana en primer lugar de los “sacerdotes”, meditativos, los más alejados de los robustos guerreros. Aquel que desarrolla una mentalidad de víctima empieza por concebir a su enemigo como “malvado” y se opone a él como “bueno”. Esta calificación es pues, posterior; surge para compensar un sentimiento de impotencia; ésta es la reacción de los resentidos, que no saben digerir los fracasos. Esta moral “opone desde el principio un “no” a lo que forma parte de ella, a lo que es diferente… y ese “no” es su acto creador”.


“Es bueno quien no hace violencia contra nadie, no ofende a nadie, no ataca ni toma represalias y deja a Dios que se ocupe de la venganza. Aquel que se mantiene oculto como nosotros, evita enfrentarse con el mal y por lo demás espera pocas cosas de la vida como nosotros, los pacientes, los humildes y los justos”. Pero, dice Nietzsche, exigir de una fuerza que no se manifieste como tal es tan absurdo como pedir a la debilidad que se manifieste como fuerza. Pero así es como procede la moral de los sacerdotes y los esclavos: condenando como “malo” al fuerte que ejerce su fuerza y recomendándole ser bueno a la manera de los débiles. Inventan la idea del sujeto libre que tendría la decisión de manifestar o no su fuerza.


Para Nietzsche el sujeto “es” fuerte en el momento de actualizar su fuerza, no por tener la potencialidad. Afirma que la teoría de la libertad fue inventada para crear los castigos: “Se ha considerado al hombre como un ser libre sólo para que pueda ser juzgado y condenado”. Esto también permitió a los débiles desarrollar una mentira sobre sí mismos y hacer pasar la impotencia por una virtud de paciencia y abnegación; se presentan como seres que eligen no responder al mal con mal. Así se fabricó el ideal del buen cristiano: convirtiendo la impotencia en bondad, la cobardía en virtud, la sumisión en obediencia. O sea que para la moral del resentimiento, existen los malvados y actúan voluntariamente. Son responsables y culpables. La moral nietszcheana se opone radicalmente a esta interpretación: cada uno actúa como puede y no puede actuar de otra manera. Sólo el entrenamiento operado por la cultura puede convertir a una bestia en artista. Cuando hoy lamentamos los crímenes de un “monstruo sanguinario” es porque la cultura fracasó en su proceso de entrenamiento. Pero los monstruos son raros; son mucho más comunes y potencialmente más peligrosos aquellos que sólo han aprendido a obedecer órdenes sin reflexionar. Nietzsche odia a estos hombres de la manada.


La maquinaria totalitaria y la banalidad del mal


Más allá de las eternas disputas para determinar si Nerón, Calígula, Stalin o Hitler ejercieron su libertad, las masacres del siglo XX, en particular las nazis, nos muestran que no hubieran sido posibles sin la complicidad de una nación y una buena cantidad de funcionarios de los países anexados. A partir de las declaraciones de Eichmann cuando es procesado en Jerusalem, Hanna Arendt subraya la maldad temible bajo el dócil profesionalismo de los ejecutantes. De hecho, la categoría “Crimen contra la humanidad” fue inventada para poder restituirles su calidad de asesinos a todos aquellos que se contentaron con aplicar dócilmente las leyes que llevaron al genocidio. Se trata de alertar la conciencia del hombre medio que siempre corre el riesgo de ser “cómplice por debilidad, por blandengue o por una falsa interpretación de sus deberes de Estado” (Finkielkraut; La memoria vana).


La conciencia tranquila del buen funcionario es quizá la figura más temible pues es la menos sospechosa de malignidad. Las declaraciones de Eichmann ilustran esto: él confiesa haber matado sin emoción y torturado sin placer. No tenía más móvil que obedecer las órdenes del Reich. Hannah Arendt señala que hubiera sido más fácil aceptar la inmensidad del crimen si hubiera venido de un monstruo. Lo más escalofriante del genocidio es saber que fue organizado y orquestado por individuos normales, “buenos padres de familia”, “buenos trabajadores” y “buenos ciudadanos”. La máquina totalitaria pone en marcha un operativo colectivo que erradica toda forma de pensamiento personal y asegura una forma perversa del mal: su banalización. Las órdenes de exterminio son dictadas a una categoría de individuos, pero el conjunto no se inmuta. Lleva a cabo tranquilamente su trabajo y se duerme sin mala conciencia. Nadie se ve como malvado. Todos son llevados por el sistema.


A modo de conclusión


La trayectoria de la reflexión nos ha enseñado a desconfiar de las calificaciones de “bueno” y “malo” puesto que aquel que ha sido señalado como “bueno” en un sistema de evaluación puede ser denunciado como “malo/malvado” en otro. El juicio individual parece estar prisionero de un perspectivismo del que podría no salir si aceptamos, con Nietzsche, que todo pensamiento es el síntoma de la fuerza o de la debilidad congénita del que piensa. Sin embargo, la idea de la banalidad del mal en los sistemas totalitarios nos obliga a valorar el juicio auténticamente individual como un muro que protege de toda renuncia a uno mismo, dado que el mal más masivo de la historia fue ejecutado por la masa de subalternos sin maldad ni voluntad personal de asesinar, pero con una docilidad y un conformismo espeluznantes.

No hay comentarios: