domingo, 16 de octubre de 2011

"LA PERVERSION TEXTUAL" por Luis Diego Fernandez



Los colores rojizos abren El matadero (1871) de Esteban Echeverría. La sangre y la lucha, la violencia, el físico, el cuerpo a cuerpo están en las primeras páginas de la tradición literaria argentina. Pero también el comienzo da cuenta de la abstinencia de carne –la cuaresma–. La escasez de carne es el disparador para buscarla. La “guerra intestina entre estómagos” pone en escena una forma de la gastronomía local: el placer de comer va la de mano con la lucha. Los huevos del toro y los pedos del pueblo, alimentado a porotos y pescado, sin carne. Necesitamos la carne de vaca con desesperación y abuso: somos carnívoros. Y la declaración de Matasiete: “A nalga pelada denle verga”, para asistir a la violación (no consumada) del unitario por parte de los federales. La sodomía está en el comienzo. Verga y puñal marcan el despertar, por lo tanto, el placer –del comer y sexual– es inescindible de la violencia, como también se pone en evidencia en La refalosa, de Hilario Ascasubi.
¿Por qué es complejo y hasta impropio pensar el placer en la literatura argentina? La tradición caudillesca opera de modo vital: el hedonismo requiere, como condición, la autonomía, el autogobierno. Como señala Juan Bautista Alberdi en la conferencia Peregrinación de luz del día en América (1871): “Los argentinos tenemos libertad exterior –independencia– pero no libertad interior –moral, autonomía”. Al no ser moralmente libres y precisar de libertadores –San Martín o Bolívar– y luego caudillos, jefes o duces, nos resulta por lo menos difícil gozar el placer al ser percibido como insultante con respecto al pater familias. Domingo Faustino Sarmiento triunfó conceptualmente porque comprendió esa lógica que definió a través de las categorías de “civilización y barbarie”. Ahora bien: nunca fue “cilivización O barbarie”. No hay disyunción, hay conjunción; lógicamente, el pensamiento sarmientino da cuenta de que la llamada barbarie es inextirpable, es consustancial de nuestra realidad. En Sudamérica se ve como “ofensivo” o provocador al hedonismo porque desafía esa matriz fundadora caudillesca: el tutor que “nos da la autonomía” de la propia forma moral: el ethos.

Transgresión y plebeyez. En el siglo XX, podemos capturar la representación del placer de las orillas, a través de cuatro autores: Roberto Arlt, Osvaldo Lamborghini, Copi y Néstor Perlongher. En todos ellos, el acto placentero o sexual es vivido como transgresión, como una relación jerárquica, de clase, siempre desigual. Un placer abyecto, escatológico y nocturno. Lo transgresivo se ve en Arlt a través del prisma de Oscar Masotta que lee en clave de lumpenproletariado sexual. En Los siete locos (1929), el relato arltiano muestra que la sexualidad de las clases bajas/medias es siempre hedionda, diferente del placer vivido por las clases altas y conservadoras, donde la ausencia de estos atributos remite directo al matrimonio. El hedonismo de la multitud adquiere esa vivencia transgresora. Pero también “lo placentero” es una voz “degenerada”, un fluir de la conciencia, o bien un diálogo continuado –como en Puig y Copi. Osvaldo Lamborghini en Las hijas de Hegel: “El cuerpo penetrable deber ser un cuerpo continuo. Un trozo de verdad, calienta”. En Sebregondi retrocede (1973): “El cuerpo es un mapa”.
El emblema de este hedonismo lascivo y cruel es el marqués de Sebregondi, desembarcado del norte de Italia; homosexual activo, cocainómano, con mano ortopédica, flor y guante, es, quizá, como diría Gilles Deleuze, el personaje conceptual del hedonismo local. “Paciencia, culo y terror” nunca le faltaron. El linaje de Bataille, Blanchot, Klossowski en la literatura de Lamborghini parecería dar cuenta del abuso o el exceso como la consecuencia de esa inversión idealista. En Tadeys (1983), Lamborghini edifica un mundo entero. ¿Qué es un tadey? Un animal de carne exquisita y hábitos sexuales peculiares (sodomitas): Lamborghini funda a través de Sebregondi y el tadey las dos trazas del hedonismo argentino del siglo XX –desmontando el linaje oligárquico del XIX, con figuras de nota como Lucio V. Mansilla, o bien en el siglo XX con los casos “malditos” del Vizconde de Lascano Tegui y Raúl Barón Biza. En efecto: Lamborghini peroniza el hedonismo.
Lamborghini, Copi y Néstor Perlongher podrían ser los tres hijos bastardos de la literatura argentina. Su antiborgismo es, en rigor, un borgismo plebeyo. Por un lado, la transgresión como categoría estética; es decir, el placer unido siempre al exceso y la violencia; por el otro, la pulsión como única ley, contra lo institucional y contra el arte representativo, realista y populista. Las “fiestongas de garchar” de Lamborghini son la expresión vernácula: entidades que ven el placer como algo criminal; es decir, “extrajurídico”, fuera de ley. Allí donde la norma se retira, aparece el placer, un pliegue más. Dice Michel Foucault en el Prefacio a la transgresión: “El derecho a la monstruosidad del hombre del pueblo conlleva a la desviación y el abuso de poder”.
El marqués de Sade, para Foucault, es quien ha implementado una erótica disciplinaria. Es el “sargento del sexo”. Algo de ello podemos ver aquí vía Lamborghini: no hay sexo sin violencia y abuso de poder. Son relaciones inescindibles. Transgredir, en este sentido, es profanar o pervertir, esto es: desactivar un viejo uso para generar nuevos, accesibles a todos. La transgresión es una categoría estética en Lamborghini. Esa matriz ya está en El Fiord (1969). Una revolución política y pornográfica. Todos los personajes de Lamborghini son pedazos de carne movidos por la única dirección posible: la pulsión. Por fuera de valores o instituciones. El decir mismo parece estar desestabilizado por lo sexual: subversión del lenguaje y perversión textual.
El hedonismo libertino de Lamborghini demarca los herederos de esa línea: Néstor Perlongher y Copi. La transgresión y el exceso lamborghiano se reflejan en el neobarroso lumpen perlongheriano y en el goce escatológico de Copi que borra identidades nacionales, sexuales y lingüísticas para devenir un travestismo total. En la obra de Néstor Perlongher, el chorreo estético implica una posición política: “A medias entre Florida y Boedo, nos situaremos”, dice. Una escritura pensada como trance político y sexual: violencia y transformación que se apropian del mito de Eva Perón para constituir una estética de la crueldad: “Pues es del cuerpo que, al final, se trata. Se trata en el plano de la escritura de hacer un cuerpo”. Ese barroco de trinchera no será luego sino la fuga o la fisura del erotismo hacia la mística y el éxtasis.
En Copi, el placer siempre está trastocado de modo surreal y paródico: travestido. Recordar las descripciones gastronómicas y etílicas de La Internacional Argentina (1988), así como el placer camp en La vida es un tango (1979), o Las viejas travestis (1978). Algo de este linaje aún se puede leer en el pensamiento del ensayista uruguayo Roberto Echavarren (El cuerpo andrógino, 1998), así como en dos textos recientes: la novela Los topos de Félix Bruzzone y Continuadísimo, los relatos de Naty Menstrual, ambos de 2008: el goce travesti va de la mano de la escatología lumpen. Este vitalismo desaforado y convulsivo también ha sido reconvertido en el campo del arte en las obras de Federico Peralta Ramos y de Alberto Greco –a quien Ernesto Schoo retrata en su novela El placer desbocado, de 1988.

Barbarie en la civilización. Lo social y político en lo simbólico del placer, y en especial, de la sexualidad: sodomía. El hedonismo argentino está inserto en el marco político. La penetración anal de unos sobre otros, es, a la vez, invasión de lo bajo en lo alto o viceversa. El esquema placer/poder determina el dispositivo de lectura, tal como marca Foucault: “Las relaciones estratégicas de poder como fuentes de placer”. De El matadero de Echeverría a El niño proletario de Lamborghini asistimos a violaciones: de los federales al unitario, o de los burgueses al infante obrero. La sodomización es inextirpable de las relaciones de clase. Reconocer un hedonismo argentino implica legitimar la “barbarie” y no todos están dispuestos a hacerlo. La única posibilidad de expresión de placer en el plano local viene de la legitimidad de lo bárbaro en lo civilizatorio: de la fascinación. El erotismo es sadomasoquismo. La gastronomía es carnívora y etílica. El matadero como espacio de placer se representa como geografía de exceso y transgresión a la ley; por ende, nuestra forma de representar el placer interioriza la violencia y el caudillismo en vivencia del placer/dolor. El matadero de Echeverría es nuestro castillo sádico, y ello tiene reversiones en la clave del realismo delirante del Manual sadomasoporno (2007) de Alberto Laiseca.
El sociólogo Matías Bruera en su ensayo La Argentina fermentada. Vino, alimentación y cultura (2006) marca lo impúdico y sugerente de la eclosión de lo gourmet en la Argentina post crisis de 2001. El hambre es el disparador y el gusto; es la idea en la que se basa la libre elección que anula la necesidad. El mito gourmet surge en 2001/2002, y es algo propio de la desmesura rioplatense, que viene de larga data: los guaraníes se comieron a Solís. Somos carnívoros y antropófagos. Sarmiento mismo cita la frase del gran gastrónomo Brillat Savarin –“dime lo que comes y te diré quién eres”– en un discurso que da en Chivilcoy. La pluma enológica de Miguel Brascó de alguna manera evidencia esto en su novela Quejido huacho (1999), que prenuncia el tema a través de un goce chúcaro y deconstructivo, tal como reza en el introito del texto.
Si existe un hedonismo argentino sólo puede ser plebeyo. Por fuera, sólo hay matrimonio y oligarquía. Subsiguientemente, el placer se representa de un modo sadomasoquista y excesivo porque se vive de una manera clandestina, culposa y transgresora. El placer es lo que quebranta la ley. Una ley implícita que marca que sólo una clase es la que tiene el derecho al gozo, por lo tanto, la irrupción de “lo otro” –barbarie, inmigrantes, cabezas, gronchaje, lumpenaje– hace de la vivencia del placer un acto subversivo con respecto a la clase que tenía el patrimonio. Esa subversión del hedonismo va contra esa confiscación del placer por parte de las clases acomodadas, a la vez que contra lo productivo y reproductor, y se ve como “invasión” –recordar el primer libro de Ricardo Piglia, cuyo título marca esta señal.
Desde Echeverría, el placer está articulado con un programa o un uso político. El placer y el sexo son “problemas” a desentrañar. Y la sodomía es su matriz. Metáfora literaria de la intrusión de los bárbaros en lo civilizatorio: de los federales a los peronistas. En Echeverría, el sadomasoquismo y el deseo sexual se montan en la verga federal. Es también la erotización de la barbarie que hace Sarmiento en el Facundo. En este caso –y en todos– el sexo violento y promiscuo proviene de los sectores populares. En Una excursión a los indios ranqueles (1870), los nativos se dan sus “fiestas del vino y orgías nocturnas”. Sólo un dandi decadentista como Mansilla pudo captarlas con esa fineza. Como señala David Viñas: violación de las masas sobre el cuerpo civilizatorio. La transgresión es la única forma de goce en el Río de la Plata. Luego, el peronismo permite que el cabecita negra sea interpelado y erotizado: del chongo al trava. De la porno/política pasaremos a la trans/política. Una expresión vital, espontánea, baja y pansexual. Pero sólo una zona erógena privilegiada: el ano.
Lo “civilizado” desea lo “bárbaro”. La violencia política es producto del encubrimiento del deseo por la barbarie. Lo instintivo y pulsional es lo que violenta la civilización y la transfigura en una curiosa forma de hedonismo que erotiza la tensión invasor/invadido, activo/pasivo. El placer, entonces, es un problema a controlar. La ausencia de literatura erótica argentina no es tal, su radical presencia resuena en esa forma de pensar lo que se problematiza. La celebración del cuerpo es, a la vez, una batalla política.

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