domingo, 9 de octubre de 2011

"MONTONEROS, LA SOBERBIA ARMADA" por Pablo Giussani. PRIMERA ENTREGA.



Con el debido respeto y la latente actualidad que tienen las reflexiones de Pablo Giussani, intentaré enbarcarme en la entrega de este soberbio libro, que aunque ya tiene una casi treinta años, devela porque la Argentina es Argentina de hoy.
Retóricas, discursos, juegos dialecticos de "rebeldes" a quienes el traje de "revolucionarios" les quedó inmenso.
Los manejos de Perón, Mussolini y un grupo de aburridos burgueses jugando a ser desafiantes con "los padres" y luego llorando por el reto recibido.

Reconfiguremos el pensamientos con la valentía de ponernos en duda y de dialogar con nuestras miserias humanas.

Darío Yancán.


PROLOGO O EPILOGO

Dedicadas a Adriana, las reflexiones que aquí dejo anotadas quedarían incompletas si no incluyeran una explicación de esta dedicatoria.
Lo normal es que escribir un libro y buscar a quien dedicárselo sean dos operaciones
independientes. En mi caso, ambas se confunden y se implican entre sí: este libro sólo tiene sentido a partir de la tragedia individual de Adriana y de la tragedia colectiva que en ella encuentra uno de sus símbolos más reveladores y terribles.
Adriana murió en una tarde de 1977, despedazada por una bomba que le estalló en las manos mientras ella se aprestaba a colocarla en una comisaría. Había salido de su casa con un pretexto cualquiera, prometiendo estar de regreso a la hora de la fiesta que preparaban sus padres para agasajarla en su decimosexto cumpleaños. En lugar de Adriana sus padres vieron llegar una comisión policial que habría de llevarlos a identificar su cadáver.
Adriana fue arrastrada a la muerte por un mal que no se ensañó sólo con ella. Un mal que diezmó a buena parte de una generación y que todavía acecha a los sobrevivientes. De ahí mi apremio por identificarlo, por ayudar a reconocerlo allí donde asome la cabeza en todo lo que tiene de alienante y de monstruoso.
No ignoro que esta dedicatoria-denuncia, apuntada a localizar responsabilidades -políticas, culturales, históricas-, tras la muerte de Adriana, puede provocar algunas perplejidades, quizaś algún reproche. En medio de la gran masacre que padeció la Argentina durante los últimos años, la muerte de Adriana es una de las pocas, excepcionales, que no alcanzan a incluir entre sus responsables al
régimen militar. ¿ Por qué elegir precisamente esa muerte para centrar en ella mi dedicatoriadenuncia?
¿ Implica esta elección alguna reticencia para condenar a un régimen que exterminó a
millares de adolescentes como Adriana?
Creo que de cuanto he escrito hasta ahora surge con claridad mi repugnancia por el ideario que presidió las acciones de este régimen militar, por las prácticas aberrantes que derivaron de ese ideario y por las repulsivas individualidades en las cuales estas prácticas se condensaron. Pero ocurre simplemente que el régimen militar no es el tema de estas reflexiones, como no lo son los igualmente
repudiables gobiernos de Adolfo Hitler, Pol Pot o Pérez Jimenez.
Ocurre además que la criminalidad del régimen instaurado en la Argentina el 24 de marzo de 1976 es un clarísimo dato de la realidad, poco menos que universalmente reconocido y condenado como tal. El mal, aquí, está a la vista. No necesita ser descubierto, desentrañado, identificado bajo apariencias engañosas y revelado a conciencias que lo ignoraban. Su ostensibilidad es tanta, que cualquier empeño en condenarlo resulta un ejercicio literario o una tautología retórica, pero no un
aporte enriquecedor a la conciencia de la gente.
Las responsabilidades que se esconden tras la muerte de Adriana,en cambio, son más
esquivas,menos reconocibles. En contraste con las del régimen militar, expuestas desnudas a la abominación universal, estas otras, se ven protegidas y disimuladas por una prestigiosa fraseología revolucionaria y por un peculiar estado de conciencia que genera en cierta clase media ilustrada predisposiciones a compartir, comprender o disculpar toda irregularidad que se comenta en nombre de
la revolución. Confieso que mi denuncia de aquellas responsabilidades tiene que afrontar aquí un giro penoso, en la medida en que su formulación implica también denunciar este colchón protector, un colchón que me resulta imposible desventrar sin sacar a relucir una parte de mi mismo.
Mas allá de los montoneros, a los que he sido y soy ajeno, estas reflexiones tienen también por blanco un determinado tipo de cultura política que en cierto modo los ayudó a existir y de la que en un pasado no demasiado remoto fui partícipe y difusor.
En ese paso compartí caminos y metas, por ejemplo, con Paco Urondo y con tantos otros que como él sacrificaron sus vidas a modelos de cultura y de acción que rechazo. Quede en claro, pues, que los comportamientos aquí denunciados no pertenecen a marcianos, a seres extraños y distantes, sino a personas que he tenido a mi lado, que han dejado alguna huella en mi vida, y quizá murieron
con alguna huella mía impresa en las suyas. Pienso con infinito desconsuelo en la posibilidad de que aquella huella mía -tal vez algo que pude haber dicho o escrito en mis contribuciones de hace un veintenio a la literatura de los “diez, cien, mil Vietnam”- haya abierto para algunos de ellos el camino que los llevó a la muerte.
El esfuerzo del que en estas reflexiones dejo constancia por caracterizar a los montoneros y por desentrañar los componentes secretos de su identidad cultural no puede ni debe ser considerado, en consecuencia, como un presuntuoso j'accuse, como una condena dictada desde posiciones de impoluta extraneidad a lo condenado. Si lo que describo es horroroso, para mí lo es doblemente por tratarse de un horror que en cierto modo germina de mis propias raíces.
Con horror pienso en el trágico fin de Adriana y en la personalidad de quien pudo haberla programado para esta inmolación. Si luego trato de asignar un rostro y un nombre a esta personalidad, encuentro entre sus identidades posibles la de Paco, mi viejo y querido Paco Urondo. Mi condena no se atenúa con este rostro a la vista; sólo se hace más doliente. Porque el rostro de Paco transparenta otros rostros, materialmente más distantes de aquel infanticidio, pero igualmente comprometidos en la cultura que lo hizo posible. Rostros que incluyen el mío, y los de toda una generación que pregonó la dialéctica de las ametralladoras, en un rapto de frivolidad literaria que más tarde sería asimilado en términos menos librescos por sus hijos.
Los montoneros, afortunadamente, han quedado atrás en la historia argentina, en la conciencia de los argentinos, y acaso parezca superfluo o anacrónico a esta altura un intento de estimular aversiones contra ellos. Condenar a los montoneros ya es en el país moneda corriente, casi una moda, por cierto más saludable que la moda precedente de ensalzarlos.
Pero ocurre que los montoneros son sólo la punta de un iceberg, cuyos componentes
sumergidos no siempre están presentes en lo que se suele condenar bajo el rótulo de montoneros. Y una condena limitada a la parcela emergente es estéril, no denota conciencias inmunizadas contra una repetición del fenómeno.
La inmunidad depende de que todo el iceberg esté a la vista, y mis reflexiones aspiran a ser un paso en esa dirección.

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