lunes, 28 de mayo de 2012

"De la escritura a la huella [trace]". Entrevista a Jacques Derrida de Catherine Paoletti en el programa «A voix nue» del 15 de diciembre de 1998




Entrevista a Jacques Derrida de Catherine Paoletti en el programa «A voix nue» del 15 de diciembre de 1998

Pr.: -Sus primeros trabajos filosóficos se inscriben bajo el rótulo de la filosofía de Husserl: en 1954 redacta una memoria sobre «El problema de la génesis en la filosofía de Husserl» (obra que no será publicada en PUF hasta 1990) y en 1962 hace la introducción a El origen de la geometría. Eligió usted traducir ese texto precisamente porque Husserl tropezaba con el problema de la escritura en la constitución de objetos tan ideales como los objetos matemáticos. Los cuestionamientos que usted elabora en aquella época ya no le abandonarán, puesto que todas sus investigaciones derivan de esa problemática de la escritura entre literatura, filosofía y ciencia, a las que usted añadirá más adelante otros registros discursivos, los de la lingüística, de la antropología, del psicoanálisis, peto asimismo los que no pertenecen a registros discursivos, como son la fotografía, la pintura, la arquitectura. (Por qué, finalmente, esa fascinación por la inscripción?



J. Derrida: -Por un lado, porque eso es lo que viene a ser el deseo de escribir, es como si tuviese que forzarme a una especie de transacción, de compromiso entre el afán de escribir literatura, de pensar filosóficamente lo que son la literatura y la escritura literaria, y de hacer las dos cosas a la vez. Durante los primeros años de mis estudios filosóficos, cuando empecé a leer y a escribir sobre Husserl, al principio de los años cincuenta, después de que Sartre y Merleau-Ponty introdujesen la fenomenología, sentía la necesidad de plantear la cuestión de la ciencia, de la epistemología, a partir de la fenomenología, cosa que Sartre y Merleau-Ponty en cierto modo no habían hecho. Por lo tanto, escribí mis primeros ensayos sobre Husserl orientándolos hacia las cuestiones de la objetividad científica y matemática: Cavaillès, Tran-Duc-Tao, y también la cuestión marxista. A lo largo de esos primeros escritos buscaba, por fidelidad a ese anhelo de escritura, lo que dentro de la fenomenología husserliana podía permitirme problematizar la escritura. ¿Dónde habla de la escritura? ¿Qué hace con ella? ¿Cómo articular esas cuestiones de la ciencia, de la fenomenología y de la escritura? Encontré ese lugar en El origen de la geometría, que, por consiguiente, empecé a interpretar en esa primera memoria a la que usted aludía, y que inmediatamente después decidí traducir. Justo después de la agregación recuerdo haber ido a ver a Jean Hyppolite y haberle dicho: «Quiero traducir El origen de la geometría y trabajar sobre ese texto». Porque en el . había una observación breve y elíptica sobre la escritura, sobre la necesidad que tenían las comunidades de sabios de constituir objetos ideales comunicables a partir de intuiciones del objeto matemático. Husserl decía que la escritura era la única que podía darles a esos objetos ideales su idealidad final, que era la única que en cierto modo les permitiría entrar en la historia: su historicidad les venía de la escritura. No obstante, esa observación de Husserl seguía siendo equívoca y oscura, y yo traté, por consiguiente, de formar un concepto de escritura que me permitiese a la vez dar cuenta de lo que pasaba en Husserl y, si era preciso, plantearle cuestiones a la fenomenología y al intuicionismo fenomenológico y, por otra parte, desembocar en la cuestión que seguía interesándome: la inscripción literaria. ¿Qué es una inscripción? ¿A partir de que momento y en que condiciones una inscripción se torna literaria?.



Pr.: -Pero, en esa época, la cuestión de la escritura no se trabajaba sólo en los círculos filosóficos, sino que también se planteaba en los círculos más literarios o vinculados con la lingüística, puesto que es también en esa época, después de sus trabajos sobre Husserl, cuando conoce a Philippe Sollers y se lanza momentáneamente a la aventura de Tel Quel.



J. Derrida: -Después de publicar El origen de la geometría me puse a escribir para revistas como Critique: escribí sobre Jabès, sobre Foucault, y para Tel Quel sobre Artaud, precisamente; en ese texto es donde el concepto de différance con una «a» apareció por primera vez, antes incluso de que escribiese «La différance» y, por consiguiente, en ese momento, en los años 1964-1968, es cuando en efecto, gracias a Tel Quel en cierto modo y en unas condiciones de complicidad que me fueron muy favorables, pude elaborar un discurso que tratase de mantener unidas las cuestiones filosóficas, fenomenológicas, las cuestiones antropológicas, históricas sobre la escritura, y las cuestiones de la literatura, de la explicación del escritor con su firma, de la relación entre habla y escritura, etc.



En ese momento estaba eso que llamaban el estructuralismo, representado por Lévi-Strauss, Lacan y algunos más. Yo sentía a la vez mucha simpatía e interés por lo que allí ocurría y, al mismo tiempo, tenía la impresión de que el concepto de escritura que me interesaba seguía siendo ignorado, desconocido o mantenido al margen por esos grandes discursos. De la gramatología fue muy bien acogida por una parte y levantó muchas sospechas por otra. El entorno de Tel Quel, en la persona de Sollers sobre todo, la acogió muy bien, y ése fue él momento en el que, sin dejar de proseguir con lo que había iniciado, comencé a plantear cuestiones críticas, «deconstructivas» por decir la palabra, con respecto a lo que prevalecía en esos discursos estructuralistas de la época con cierto Saussure, cierto Lacan, cierto Lévi-Strauss, cierto Foucault, mediante un gesto que no era sólo negativo, sino de aprobación desconfiada, de aprobación y de desconfianza, tratando de discutir sin rechazar, lo que provocó todo tipo de malentendidos e, incluso, reacciones de mal humor.



Pr.: -Lo que me parece un poco sorprendente en su relación con la literatura es que usted parece concederle a la literatura que puede decirlo todo, y que incluso puede expresar el engaño; en Droit de regards escribe usted: «Se puede leer un texto (que no existe «en sí») como un testimonio así llamado serio o auténtico, como un archivo o como un documento, como un síntoma o como la obra de una ficción literaria que simula todos los estatus enumerados». Usted concede ese privilegio a la literatura, como si la filosofía conceptualmente normativizada careciese de él.



¿Acaso el sentido de su trabajo no es también, finalmente, el de restituir a la filosofía aquello de lo que está privada, logrando que el texto filosófico mismo se estremezca mediante unos subterfugios o unas escenificaciones textuales que se han podido encontrar en algunos de sus libros como Glas, La tarjeta postal, Circonfesión?



J. Derrida: -Sin renunciar a la filosofía, lo que me ha interesado es devolverles sus derechos a unas cuestiones sobre cuya represión se construyó la filosofía, al menos en lo que tiene de predominante, de hegemónico. Lo que es hegemónico en la filosofía se constituyó por el desconocimiento, la negación, la marginación de unas cuestiones que algunas obras literarias permiten formular, que son el cuerpo mismo de esos escritos literarios. He tratado de agudizar la responsabilidad filosófica ante una posibilidad que no es simplemente literaria, pero que también forma parte de los discursos filosófico, jurídico, político, ético: la posibilidad de simulacro, de ficción.,



Insisto en general en la posibilidad de «decirlo todo» como derecho reconocido en principio a la literatura, para marcar no la irresponsabilidad del escritor, de cualquiera que firma literatura, sino su hiper-responsabilidad, es decir, el hecho de que su responsabilidad no responde ante las instancias ya constituidas. Poder decirlo todo en nombre de la ficción, incluso de la fantasía, es señalar que la institución literaria (considero la literatura una institución, por eso distingo con frecuencia la literatura en sentido estricto, que es algo moderno, relativamente reciente, de las «Bellas Letras», de la poesía, del teatro o de la épica en general), la literatura en sentido estricto es una institución indisociable del principio democrático, es decir, de la libertad de hablar, de decir o de no decir lo que se quiere decir. Por supuesto, sé que la literatura no ha vivido siempre en un régimen democrático y que la suspensión de la censura, masiva o sutil, es una historia muy complicada. Sin embargo, el concepto de literatura está-construido sobre el principio de «decirlo todo» interroga, pues, el acontecimiento, lo qué está llamado a llegar mediante simulacros y ficciones, y así también interroga la estructura de ficción que puede constituir cualquier discurso, sobre todo los discursos performativos, aquellos que producen derecho y normas.



 Pr.: -Sí, pero lo que resulta paradójico es que usted dice, por ejemplo en La tarjeta postal, que la literatura siempre le ha parecido inaceptable, la falta moral por excelencia, como si estuviera a punto de transgredir la ley.



J. Derrida: -Tomemos la precaución de señalar que, en La tarjeta postal, es el firmante ficticio de ciertos envíos el que representa con seriedad esa escena. Si se enfurece con la literatura es precisamente debido a su posibilidad de decirlo todo. Ya que ésta, al no asumir nada aparentemente, puede irresponsabilizar.



Ciertamente soy yo quien otorga ese discurso a un personaje cuyas palabras tomo bastante en serio, pero no lo diría en mi nombre ni como una tesis. Creo que, en la literatura, existe en efecto el riesgo de la irresponsabilidad, o bien de la no-firma (digo cualquier cosa, puesto que no soy yo), o bien el riesgo de confundir la ética con la estética, el riesgo de parecer, el del fetichismo; todos esos riesgos son: inherentes como posibilidad a la literatura. Hay, por lo tanto, una voz en La tarjeta postal que dice: «Desde el momento en que lo que te escribo se convierte en literatura, ya no me dirijo a ti y, por consiguiente, falto a ese deber que me ordena que me dirija a ti de forma singular». La literatura puede conducir a la mayor responsabilidad, pero también es la posibilidad de la peor traición.



Pr.: -Es también la posibilidad de la peor desposesión, incluso de lo que se ha escrito.



J. Derrida: -Eso es. Y la desposesión es también el riesgo de no firmar siquiera una declaración de amor. En el fondo, no soy yo quien firma; desde el momento en que algo se lanza al mercado literario, ya no viene de mí, no se dirige a ti, la huella se me escapa, cae en el mundo, un tercero dispone de ella, y con esa condición se convierte en literatura, y esa literatura es la que pervierte mi relación contigo. El sujeto. que firma esos envíos no oculta esta inquietud.



El problema es que no se puede negociar esto desde el punto de vista filosófico; no es negociable, al menos, es una negociación siempre desgraciada. Si hay filosofía, en todo caso como deseo de lucidez y de verdad, ésta consiste en levantar acta de esta tragedia, de esta necesidad, que es una amenaza pero también una oportunidad, porque se trata de la oportunidad de hablar. Si yo quisiera escapar de este riesgo a cualquier precio, ya no diría nada, ni siquiera me dirigiría al otro; por consiguiente, el riesgo de perversión, de corrupción, de deriva, es al mismo tiempo la única oportunidad de dirigirme al otro. Y, por lo tanto, si la oportunidad es una amenaza (asocio constantemente la oportunidad con una amenaza), lo que aquí se denomina filosofía consiste por lo menos en decirlo, en formalizarlo y en asumir nuestras responsabilidades en cada momento, teniendo en cuenta este doble postulado.



Pr.: -Parece, justamente, que por todos los medios y formas de escritura nunca ha dejado de enfrentarse a esa amenaza. Se la puede detectar en todos sus trabajos. ¿Sigue teniendo usted la misma relación con esa amenaza?



J. Derrida: -Sí. Nunca he dejado de tenerla, porque la solución o la respuesta adecuada no llega o sólo llega en parte. En cualquier caso, cuando esa imposibilidad toma la forma de un texto, el texto queda como una huella que ya no me pertenece y hay que volver a empezar, y no dejo de volver a empezar la misma historia de forma diferente. Ya sé que la respuesta apaciguadora no vendrá, pero al intentar hacer que esa oportunidad llegue, sé también que asumo cada vez la responsabilidad que puedo. Sentenciar esa doble inyunción no puede ser más que una sentencia de muerte. La muerte tampoco es una respuesta satisfactoria, pero es la única que puede disponer que la doble inyunción no opere con doble filo. Eso es lo que hace hablar primero y eso es lo que hace escribir: es lo que a la vez hace posible y amenaza todo lo que se intenta cuando nos dirigimos al otro.



Pr.: -Si le parece bien, me gustaría abordar la cuestión: de la presencia de lo femenino, de la feminidad, en su trabajo. El primer aspecto de la. feminidad es que usted la asocia a menudo con la cuestión de la ley, lo cual puede parecer extraño, a pesar del carácter femenino de la palabra. El segundo aspecto es que usted parece tener con el texto una relación como la de una madre que porta a su criatura. He extraído una frase de La tarjeta postal en donde escribe: «Mientras no sepas lo que es una criatura, no sabrás lo que es un fantasma ni, por supuesto, por las mismas, un saber».



J. Derrida: -En cierto modo, la cuestión de la diferencia sexual atraviesa en efecto todos mis textos desde el principio, y el hecho de que la deconstrucción haya sido, de entrada, una deconstrucción del falocentrismo, de manera esencial, o del falogocentrismo, subraya muy bien que lo que la deconstrucción pone en cuestión es cierta autoridad masculina, en nombre si no de la feminidad, sí al menos de la diferencia sexual. En lo que respecta a la ley, si en este o aquel texto he reconocido en ella una figura femenina, pienso especialmente en un texto sobre La locura de la luz de Blanchot, esto es algo que no es constante, la figura masculina también le resulta apropiada.



La ley está indiscutiblemente vinculada con la diferencia sexual, a veces con una inflexión femenina, a veces con una inflexión paterna o masculina. El hecho de que la palabra «ley» sea femenina en francés sólo importa en el texto de Blanchot al que aludía. La palabra «ley» no es femenina en todas las lenguas. Podría citar muchos textos en donde, por el contrario, es la figura paterna de la ley, la que es interrogada, puesta en escena. Por otra parte, el discurso que mantengo al respecto no es un discurso feminista; puede encontrar aliadas entre las mujeres, lo mismo que enemigas entre las feministas. Más allá de la dualidad masculino/femenino, si la cuestión de la diferencia sexual es efectivamente indisociable de todos estos textos, no creó que se pueda inmovilizar su alcance sobre una posición feminista.

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