miércoles, 3 de febrero de 2010

"EL NACIONALISMO OBLIGATORIO" por Fernando Savater

En un reciente y espléndido artículo, Antonio Muñoz Molina señalaba que a él le parecía bien que el nacionalismo fuese legítimo, pero se negaba a aceptarlo como obligatorio. Sin embargo precisamente el primer dogma nacionalista es la obligatoriedad del nacionalismo: o bien se es nacionalista de los suyos o bien se es nacionalista de los otros, pero nadie puede escaparse de ser nacionalista, porque por lo visto el nacionalismo es característica esencial del ser humano, como la mortalidad o la risa. De modo que cualquier crítica al nacionalismo no puede brotar más que del nacionalismo opuesto, lo cual la neutraliza. Como también las críticas al nacionalismo son nacionalistas no pueden desmentirlo sino que lo confirman, lo cual llena de júbilo al nacionalista, que suele ser proclive a las alegrías sencillas de la vida.

Esta argumentación, la más vieja del mercado, me ha sido aplicada recientemente por Ernest Lluch en un artículo que me eximía de ser «visceralmente antinacionalista», pero sólo al precio de convertirme en «visceralmente nacionalista»... español. Comprendo que nadie tiene derecho a exigir a sus críticos talento en la argumentación, pero uno suplicaría al menos originalidad en las bobadas. En este caso no he tenido suerte. A diferencia mía y caso único en el mundo, Lluch asegura en cambio que él no forma parte de la aguerrida milicia nacionalista de ninguna nación, sea pequeña, grande o mediana: según parece sirve a la patria sólo en servicios auxiliares, de modo que su reconvención es desinteresada. El buen hombre quiere curarme de mi nacionalismo exacerbado antes de que sea demasiado tarde. Muy gentil por su parte.

¿En qué se nota mi grave nacionalismo, según el doctor Lluch? Paso por alto su mención a que nunca he denunciado el nacionalismo español de Covadonga, el Cid y la lengua del Imperio, cosa que atribuyo a un olvido suyo o a una disculpable ignorancia de mi obra. Como escribo demasiado, no puedo reprochar a nadie que no me lea del todo si tiene cosas mejores que hacer.

En todo caso, prefiero que me reprochen no haber dicho lo que sí he dicho que el haber dicho lo que no he dicho... Pero los dos síntomas concretos más significativos que me señala, ambos recientes, merecen sin duda comentario. El primero es haber sido distinguido en Barcelona por la Asociación para la Tolerancia. El segundo, haber presentado elogiosamente el libro Contra Cataluña de Arcadi Espada, también en una librería de la ciudad condal. Veamos más de cerca ambas alarmas.



El reproche contra la Asociación para la Tolerancia que formula Lluch es que son contrarios a la Ley de Normalización del catalán. No sé si son contrarios o no, ni tampoco me parece un pecado demasiado grave: en democracia tenemos obligación de cumplir las leyes, no de que nos gusten.

Y tenemos la posibilidad, si no nos gustan, de intentar cambiarlas por vía parlamentaria. Por lo que escuché en la grata velada que pasé con ellos, los miembros de la asociación son contrarios a que el catalán sea la única lengua vehicular de enseñanza en Cataluña. Tampoco yo estoy de acuerdo con esa disposición, que niega de facto un rasgo evidente de la sociedad catalana, a saber su bilingüismo, y empuja hacia la enseñanza privada a quienes desean escapar de esa discriminación de la pública. No creo que esa discrepancia me convierta en nacionalista español, lo mismo que mi igualmente firme oposición a una enseñanza sólo en castellano no me hace nacionalista catalán.

Los miembros de la Asociación se oponen también a los diputados que abandonan el Parlamento autonómico si se habla en castellano, lengua de la mitad de los ciudadanos del país, a los obispos que intentan convertir en mandamiento divino el catalán para aquellos que no lo saben, a los intelectuales totalitarios que pretenden convertir el catalán en la única lengua oficial de la comunidad autónoma, a los que se inventan absurdamente un derecho lingüístico territorial para negar por decreto lo que efectivamente pasa en el territorio. Y tampoco les gusta que el carnet estudiantil de la Universidad de la que supongo profesor a Lluch sea bilingüe, pero en catalán e inglés. Comparto todos estos antagonismos sin reservas por una razón que Lluch comprenderá: detesto a quienes obligan a otros a andar por el arroyo mientras ellos monopolizan la acera.

En cuanto al excelente y punzante libro de Arcadi Espada, Ernest Lluch le reprocha nada menos que tener como eje la justificación de los catalanes franquistas partidarios de la eliminación del autogobierno y la prohibición de la lengua catalana. Eso no es verdad y mentir está muy feo, aunque comprendo que cuando uno es ex-ministro cueste sacudirse el hábito. Lo que hace Espada es criticar el uso manipulador de la historia que se llevó a cabo en determinado programa de la televisión autonómica, que a su juicio contribuía maliciosamente a encizañar el país más que a entenderlo. Como no vi ese programa no puedo opinar, pero su argumentación me parece verosímil y nada tiene que ver con lo reprochado por Lluch. En cambio conozco lo suficiente Cataluña para saber que el resto del libro está lleno de observaciones agudas cuya crítica contribuye a engrandecer el país en lugar de empequeñecerlo, incluso aunque se discrepe de ellas.

Y de eso se trata en fin, de hacer el país más ancho y no más estrecho. El nacionalismo al que me opongo es el que mutila y descarta parte de la sociedad plural a que se aplica. El que quiere dividir la realidad nacional en propietarios y advenedizos, el que pretende inventarse siguiendo a Charles Maurras un «extranjero interior» contra el que luchar, el que quiere suprimir y monopolizar, poniendo en peligro la ejemplar convivencia de lo diverso que se da en la vida cotidiana de Cataluña... o en Euskadi, mal que les pese a los fanáticos oscurantistas. La verdadera mirada no nacionalista es la de esa niña de Huesca -once años de edad- que en una redacción describe así su limpio mundo en donde todo cabe: «La calle en la que vivo se llama Santiago. Huele a personas a las que les gusta salir a la calle, también huele a abuelos, a humo y a obras. Sabe a limón exprimido con chocolate y un poco de gasolina. Se escuchan gritos y cantes flamencos. Veo perros vagabundos y abuelas cuando van a comprar».

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